Historia de junio

**Historia de Junio**

Todo comenzó cuando los zapatitos de su hija, que Leire colgaba en la ventana por falta de balcón, cayeron al vacío.

—Te lo dije mil veces, esto iba a pasar —refunfuñó su madre, Carmen, que solía quedarse a cuidar de su nieta—. ¿Y ahora cómo los vas a recuperar? Ya te avisé de que no era buena idea saltar en los charcos. Sin balcón, sin ropa de repuesto…

—Pero, mamá, ¡era una lluvia de junio! ¡Pasear bajo la lluvia es un placer!

—Este año el junio ha sido demasiado lluvioso.

Leire se asomó por la ventana: el sol brillaba, y allí estaban, los zapatitos, en el balcón del piso de abajo.

Era un edificio nuevo, llevaban poco tiempo viviendo allí, y ni Leire ni su madre habían visto nunca al vecino de abajo. Decían que era un solterón mayor.

Las dos se quejaban a menudo del diseño del edificio: —¿Para qué quiere balcón ese vecino si nunca lo usa? Mejor lo hubieran puesto en nuestro piso, que no tenemos donde tender.

—Ve ahora mismo a llamar. ¿Y con qué va a ir Marta mañana a la guardería?

Marta, una niña de tres años con rizos rebeldes, más preocupada por lanzar su conejo de peluche por la ventana que por sus zapatos perdidos, recibió un regaño de su abuela, que cerró la ventana de golpe.

Minutos después, Leire volvió frustrada: —No está. Como siempre.

—La señora Pilar del primer piso dijo que es conductor de autobús —contestó Carmen—. A ver si adivinas cuándo está en casa con ese horario.

—Volveré más tarde —masculló Leire.

Pasó la tarde y la noche, y el vecino seguía sin aparecer. Una amiga compasiva de Leire le prestó unos zapatos viejos de su hijo para que Marta pudiera ir a la guardería.

A la niña no le hizo ni pizca de gracia el calzado prestado. Pero no había alternativa. Día tras día, Leire y su madre bajaban al piso de bajo, sin éxito.

—¿Seguro que vive aquí?

—Anoche, a las dos, vi luz en su ventana —comentó la señora Pilar, que había ido a pedir sal y a charlar—. Andaba detrás de mi gato, ese bandido, que no quería entrar.

—¿A las dos? Nosotras ya estábamos dormidas —contestó Leire, desconcertada.

—¿Y por qué no le dejan una nota? “Estimado vecino, nuestros zapatos están en su balcón, ¿podría devolvérnoslos? No le encontramos nunca en casa.”

—¡Qué buena idea! ¡Por algo es la representante de la comunidad!

Así lo hicieron. Escribieron la nota, y Marta aportó su granito de arena dibujando un retrato de su conejo: “¡Es mi conejito!”. Bajaron solemnemente y deslizaron el papel bajo la puerta.

Esa misma noche, llamaron a su puerta.

—¡Es el vecino! —gritaron al unísono Leire y Marta (Carmen ya se había ido, y la señora Pilar también) mientras corrían a abrir.

En el umbral había un hombre alto, nada anciano, de ojos azules. Llevaba el uniforme de conductor y sostenía los zapatos y el juguete con una sonrisa: —He encontrado esto en mi balcón. ¿Son suyos?

Marta asintió y, sin perder tiempo, preguntó: —¿Viste mi dibujo del conejo? ¿Quieres verlo de verdad?

El vecino, desconcertado por el entusiasmo, asintió en silencio.

Mientras Leire le daba las gracias, Marta ya lo arrastraba hacia su cuarto, entre risas y comentarios: —¡Yo no tengo papá, pero mi mamá hace el mejor chocolate caliente del mundo!

—¿Chocolate caliente? A mí también me encanta —dijo él, intentando seguirle el ritmo.

Leire, animada, añadió: —¿Quiere que le prepare uno? Tengo una receta secreta. ¿Le gusta con canela?

—No quiero molestarla, pero no me resisto. Mi abuela lo hacía así, con canela… De pequeY así, entre tazas de chocolate caliente y risas bajo la lluvia de junio, el conductor de autobús se quedó para siempre en sus vidas.

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