Mañana le diré toda la verdad.

Víctor estaba hundido en el sillón, mirando al suelo fijamente. La cabeza le retumbaba del berrinche y el enfado aún le ardía en el pecho. Se sentía perdido y dolido. Había llegado a casa tarde, reventado después de un día agotador en el trabajo. Solo podía pensar en informes, plazos y un estrés que no acababa nunca. Cuando vio el desorden en el piso, se le cruzaron los cables.

—Lucía, ¿es que no puedes ocuparte de nada? —gritó sin contenerse—. ¿Tan difícil es recoger tus cosas?

Su voz resonó por la habitación, y al instante notó el aire espeso entre ellos. Lucía le respondió con frialdad, casi indiferente, pero Víctor vio cómo se le llenaban los ojos de lágrimas. Quiso decir algo para calmar la situación, pero las palabras se le atragantaron. En lugar de eso, siguió gritando, soltando toda la rabia acumulada.

Lucía estaba sentada al borde de la cama, con los ojos rojos del llanto y el corazón acelerado, como queriendo salírsele del pecho. Apretó los puños, sintiendo cómo el cabreo le subía por dentro, invadiéndola por completo. Solo un día antes estaba feliz, pero ahora todo era distinto. Era una pelea más, una que parecía borrar todas sus ilusiones.

—¿Por qué? —susurraba para sí, mientras la cabeza le daba vueltas—. ¿Por qué los hombres creen que tenemos que estar a su servicio?

Parecía que cada día Lucía se topaba con lo mismo: su novio esperaba que ella lo hiciera todo por él. Y cuando intentaba explicar que ella también se cansaba y necesitaba cariño, su reacción era de manual: gritos, reproches y palabras que dolían.

Su mirada se posó en el montón de ropa sucia que iba a lavar por la mañana. Pero ya no importaba. Las frases de Víctor le resonaban en la cabeza: «¿No tienes nada mejor que hacer?», «Claro, como siempre, te olvidas de mí». Ya eran tan habituales como el café de las mañanas, pero hoy sabían especialmente amargas.

—¡No tengo por qué justificarme! —susurró, mirando su reflejo en el espejo. Su rostro parecía agotado, pero sus ojos brillaban con determinación—. Trabajo tanto como él. ¡Y mi dinero es mío!

Recordó el vestido bonito que se había comprado hacía poco, algo que llevaba tiempo queriendo. Pero ese momento de alegría duró poco. En cuanto él supo que había gastado dinero en sí misma, ardió Troya. «¡Egoísta! ¡Solo piensas en ti!». Esas palabras aún le escocían en el alma.

Lo que más rabia le daba era que él ni siquiera intentaba entenderla. Solo veía sus propias necesidades. Sus cosas estaban por todos lados, pero, por alguna razón, ella tenía que recogerlas. Todos esos detalles formaban una bola que iba carcomiendo su relación.

—¡Se acabó! —dijo en voz alta, sacudiendo la cabeza—. Me merezco algo mejor. No soy la criada de nadie. Quiero vivir mi vida, no cumplir las expectativas de otro.

Lucía se levantó y se acercó a la ventana. Sabía que era hora de decidir. No iba a aguantar más ese trato. Era hora de recuperar su libertad, su derecho a elegir.

—Mañana —pensó con firmeza—. Mañana se lo digo todo. Que aprenda a apañárselas solo. Que sepa lo que se siente estando sin nadie.

Aquella noche le costó dormir, dando vueltas en la cama. Las ideas no paraban, pero ahora miraban hacia adelante. Lucía imaginaba su nueva vida: iría donde quisiera, compraría lo que le apeteciera, sin sentirse culpable por cada deseo. Por primera vez en mucho tiempo, sintió alivio, a pesar de la conversación difícil que le esperaba.

A la mañana siguiente, se despertó temprano, antes que el despertador. Miró la pila de camisas limpias que había planchado el día anterior. «Estas son las últimas», pensó, guardándolas en el armario. Hoy empezaba un nuevo capítulo. Sería duro, pero la llevaría a un lugar donde, por fin, sería feliz tal como era.

Rate article
MagistrUm
Mañana le diré toda la verdad.