El precio de la traición. Cómo una amante se llevó al marido de la familia
Isabel se sentaba en la cocina, removiendo lentamente el té en su taza. Por la ventana se balanceaban las ramas de un olivo, y se escuchaba la risa de los niños — su hijo pequeño, Pablo, corría por el patio con el vecino Antonio y su cachorro. Todo parecía normal, cotidiano. Casi una ilusión perfecta de una vida familiar tranquila. Ni siquiera podía imaginar que, en solo unos días, su mundo se vendría abajo, derrumbándose en pedazos que tendría que recoger con todas sus fuerzas.
El teléfono sonó en el momento más inesperado. No era Álvaro — su marido rara vez llamaba, y cuando lo hacía, era con un tono brusco para decir algo como: “Llegaré tarde” o “Compra algo para la cena”. Era un número desconocido, frío y anónimo.
— ¿Dígame? — dijo Isabel, acercando el auricular a su oído.
La voz al otro lado sonaba segura, demasiado segura.
— ¿Isabel? Hola. Me llamo Carmen. No nos conocemos… todavía.
Isabel frunció ligeramente el ceño. Notó un dejo de burla en esa voz. Las mujeres desconocidas no llamaban sin motivo.
— Sí… ¿En qué puedo ayudarla?
— Llamo para que lo sepa. Su marido… no siempre es honesto con usted. Álvaro y yo llevamos más de cinco años juntos.
¿Reaccionó Isabel? No. Su rostro permaneció impasible, como si las palabras no la afectaran. Como si fuera una película proyectándose frente a ella: imágenes sin realidad, atrapadas tras una pantalla. Mientras, la voz de Carmen continuaba:
— Guardé silencio porque, la verdad, me daba pena usted. Pero esto ya es absurdo. Él no la quiere desde hace años. Se queda por costumbre, por lástima.
Lástima. Esa palabra le atravesó como una aguja, haciendo brotar la sangre de una herida invisible. Un pinchazo en su memoria, en su punto más vulnerable — cuando empezó a notar que sus miradas ya no se encontraban, que las palabras en el dormitorio sonaban más a cortesía de vecinos que a la intimidad de un matrimonio.
— Vale. ¿Qué quiere? — preguntó con una firmeza inesperada.
Carmen sonrió con suficiencia.
— Quedemos. Hay cosas que no se cuentan por teléfono.
Dos días después, se vieron en una cafetería a las afueras de Madrid. Un lugar oscuro, sofocante, perfecto para este tipo de encuentros. Carmen ya esperaba en una mesa apartada. Joven, arreglada, con el pelo bien peinado y una seguridad calculada.
— Gracias por venir. No todas las esposas lo harían.
Isabel se sentó frente a ella, cruzando las manos para ocultar el temblor de sus dedos.
— ¿Qué es usted para él?
Carmen alzó una ceja, como si disfrutara el momento antes de contestar.
Las palabras cayeron como ácido, quemando todo por dentro. Carmen no tuvo reparos en contarlo todo: cómo conoció a Álvaro, sus viajes juntos, los regalos que él le hacía. “Incluso un anillo… aunque no para el dedo correcto”, dijo con una sonrisa maliciosa. Aseguró que el amor de Álvaro por Isabel había muerto hacía años, que solo permanecía por los niños y por compasión.
Cada frase era un golpe. Isabel apenas oía el latir de su propio corazón. Apretó los puños bajo la mesa, pero siguió escuchando hasta el final.
Cuando llegó a casa esa noche, Álvaro ya estaba allí. Todo parecía normal — su chaqueta colgada de la silla, el fútbol en la tele. Pero ella no pudo callar más.
— Vete — dijo al cruzar la puerta.
— Isabel, ¿qué pasa? — su voz sonó genuinamente desconcertada.
Las lágrimas brotaron sin control, como si una presa se hubiera roto.
— Lo sé todo, Álvaro. Vete. Te quiero fuera de aquí.
Él intentó negarlo, justificarse, pero ella, aunque destrozada, le señaló la puerta con determinación.
Los primeros meses tras su marcha fueron duros. Pablo y Mateo, sus niños, no entendían por qué su padre ya no volvía. Pablo preguntaba cada noche por qué los había abandonado; Mateo esperaba en silencio junto a la ventana.
Isabel tuvo que buscar otro trabajo — su sueldo no bastaba para mantener la casa. Además, Álvaro insistió en un reparto “justo” de sus bienes. Su nuevo hogar era un piso minúsculo en las afueras: una cocina donde apenas cabían tres pasos, y desde la ventana solo se veía un aparcamiento. Pero aguantó. Aprendió a sonreír cada mañana, a contar cuentos por la noche. Incluso cuando lloraba en la almohada, creía que algún día el dolor pasaría.
Álvaro, en cambio, no encontró ni alivio ni felicidad. Carmen resultó ser muy distinta a la mujer idealizada que él recordaba. Sus quejas constantes, su desprecio por la rutina, las comparaciones con otros hombres “más interesantes” envenenaron la relación. Con cada día que pasaba, la distancia entre ellos crecía.
Hasta que un día, Carmen, fría como el mármol, empacó sus cosas y le dijo:
— Perdona, Álvaro, pero eres aburrido. Necesito a alguien más joven, que siga mi ritmo.
Había destruido su familia por algo de lo que ahora se desprendía sin esfuerzo.
Álvaro intentó volver con Isabel. Llamó a su puerta, tembloroso, pidiendo perdón.
— Perdóname, Isabel. Fui un idiota. ¿Podemos empezar de nuevo?
Ella lo miró con una sonrisa casi imperceptible. ¿Qué veía? No al hombre seguro y ambicioso que una vez amó. Frente a ella estaba alguien que lo había perdido todo — familia, respeto, amor. Y hasta su hogar, pues había invertido todo lo suyo en reformar el piso de Carmen.
— No — respondió simplemente. — Aquí ya no hay sitio para ti.
Su vida siguió adelante. Seguía en aquel piso pequeño, pero encontró en él una paz especial. Era libre. Aprendió a cuidar de sus hijos sola — les costó, pero formaron una familia sincera, sin promesas vacías.
Mejor estar sola que con quien te robó la fe en el amor.
Con el tiempo, a Isabel le fue mejor. En el trabajo conoció a un hombre, primero fueron amigos, luego salieron y al final se casaron. Compraron una casa grande, luminosa. Pablo y Mateo tuvieron una hermanita.
La suerte de Álvaro fue menos envidiable. Nunca encontró a alguien con quien compartir su vida. No le faltaron aventuras, pero ninguna le dio verdadera alegría.