En un pueblo de España vivía una mujer llamada Luisa Martínez. Vivía, como ella creía, de manera muy digna. Es cierto que nunca formó una familia ni tuvo hijos, pero tenía su propio piso, siempre impecable y ordenado, y un trabajo decente como contable en una fábrica de muebles.
Luisa cumplió cincuenta años en silencio, satisfecha con su vida, especialmente al compararla con la de sus vecinos. Le gustaba pensar que todo le había salido bien porque era buena persona y nunca le hacía daño a nadie.
Sus vecinos, en cambio, eran un desastre. En su mismo rellano vivía una mujer de más de sesenta años, casi jubilada, que se había teñido el pelo de morado. ¡Qué vergüenza! Llevaba vestidos ajustados y vaqueros como una adolescente. Todo el mundo se reía de ella. “Una loca de pueblo, sin más”, pensaba Luisa, orgullosa de su propia decencia.
La otra vecina daba aún más pena. Veintiún años y ya con una niña, que debía tener unos cinco. “Seguro que se quedó embarazada en el instituto”, murmuraba Luisa. La chica vivía sola con la pequeña, sin padres, y encima se había hecho amiga de la anciana del pelo morado. Cuando la joven salía a trabajar, la vecina cuidaba de la niña.
“La gente así se junta”, pensaba Luisa. “A mí me evitan. Ven a una persona educada y les da vergüenza mirarme. Un ‘hola’ en el ascensor y punto.”
El último vecino era un hombre de unos treinta años que, la primera vez que lo vio, le provocó un shock: brazos y cuello cubiertos de tatuajes. “¿Qué persona normal iría así por la vida?”, se preguntaba. Desde joven, Luisa despreciaba a gente como él. “Si no tiene nada mejor que ofrecer, pues se estampa la piel para llamar la atención. ¡Qué falta de seso! Mejor sería que leyera libros.”
Todos los días, al cruzarse con ellos en el ascensor, alimentaba esos pensamientos. Luego, en casa, se regocijaba silenciosamente de su vida ordenada. A veces los comentaba con su única amiga por teléfono. Como no tenían más temas, “el tatuado”, “la madre precoz” y “la vieja chiflada” eran sus conversaciones preferidas.
Una tarde, Luisa volvía del trabajo de mal humor. Había un faltante en la cuenta, el primero en años, y todos señalaban al departamento de contabilidad. Le dolía la cabeza desde la mañana y, de repente, un zumbido en los oídos la hizo tambalearse.
Casi sin fuerzas, llegó al portal y se desplomó en el banco. Entonces, sintió un toque suave en el brazo. Al levantar la vista, vio a la anciana del pelo morado.
“¿Qué le pasa? ¿Se encuentra mal?”, preguntó con preocupación.
“La cabeza… me duele…”, balbuceó Luisa.
“Venga, suba. Javier está en casa. Se le ve pálida.”
“¿Qué Javier?”
“Javier, su vecino del tercero. Es cardiólogo. ¿No lo sabía?”
Al llegar al piso, la mujer llamó a la puerta. Para sorpresa de Luisa, apareció el hombre tatuado, al que siempre había considerado un malviviente.
Javier le tomó la tensión, la hizo recostarse y le dio una pastilla. Poco a poco, el dolor y el zumbido desaparecieron.
“Debería hacerse un chequeo. Hasta las señoritas jóvenes como usted deben vigilar su presión”, dijo él con una sonrisa cuando se recuperó.
“Gracias”, murmuró Luisa, avergonzada al recordar cómo lo menospreciaba. “Solo piensa en su apariencia, nada dentro”, solía decir. Y él, resulta, salvaba vidas cada día.
“De nada. Cuídese. Si necesita algo, ya sabe.”
De vuelta en casa, Luisa se tumbó en el sofá, reflexionando sobre su error. Incluso la anciana del pelo morado había sido amable.
Tocaron a la puerta. Era la vecina, llevando de la mano a la niña de la joven que Luisa tanto criticaba.
“Vine a ver cómo seguía. Perdone que traiga a Martita, pero Ana está trabajando… Llevo tiempo queriendo hablar con usted, pero no me atrevía. ¡Hoy fue la excusa! Usted siempre tan apartada.”
“Pase, le prepararé un té”, dijo Luisa sin pensarlo. “Gracias por ayudarme antes.”
“No es nada. Reconozco cuando alguien lo está pasando mal. Cuidé a mi madre enferma desde los catorce años. Murió cuando yo tenía treinta. No estudié, no tuve novios… Apenas me dio tiempo a tener un hijo. Bueno, mejor no hablemos de eso. Ahora, con lo que me queda, me divierto un poco”, dijo señalando su pelo morado con una sonrisa tímida. “Ana me ayudó a teñírmelo. Hasta me compra camisetas juveniles. Al menos por un tiempo, me siento joven. Aunque Ana lo tiene peor.”
“¿Quién es Ana?”
“Pues Ana, la del piso de al lado. Martita es su hermanita. Sus padres murieron en un accidente. Ella la adoptó. Dejó la universidad y trabaja sin parar. A veces Javier le ayuda con dinero. Él, el que la atendió hoy…”
Cuando la vecina se fue, Luisa se quedó en la cocina, mirando al vacío. Debía ofrecer ayuda a Ana, quedarse alguna vez con Martita. También llevaba años queriendo teñirse de pelirroja, pero le parecía impropio de su edad. Mañana le preguntaría a la vecina. Y no podía olvidar invitar a Javier a comer, para agradecerle… con unas buenas magdalenas caseras.