**Lágrimas de Hombre**
– ¿Adónde vas tan elegante? – preguntó el vecino al ver a Javier con traje y corbata.
– Al graduación de mi hijo – respondió él.
– ¡Caramba! ¡Cómo crecen los hijos ajenos…!
– Los propios también – sonrió Javier.
– Es verdad… Así que pronto te librarás de la pensión, ¿no?
Javier lo miró de tal manera que el vecino se sintió incómodo:
– ¿Qué tiene que ver eso?
– ¿Cómo que qué? ¿No te cansa darle dinero a tu ex?
– No me cansa – soltó Javier, dejando al vecino desconcertado mientras se alejaba.
Poco a poco, el buen humor volvió. Los recuerdos lo envolvieron…
***
Aquel día en que su vida cambió para siempre, Javier estaba sumido en una apatía absoluta.
En teoría, todo era perfecto: un hombre libre, con un sueldo envidiable, un piso estupendo, rodeado de mujeres, un negocio próspero. ¿Por qué, entonces, se sentía tan vacío? Nada le alegraba. No deseaba nada. Todo le daba igual.
Al salir de la oficina, notó que empezaba a llover. El cielo se nubló, el viento arreció.
Llamó a un taxi – lo último que necesitaba era calarse.
Su coche estaba en el taller, y jamás llevaba paraguas.
Se hundió en el asiento trasero, sumergiéndose en su propio vacío.
El taxista hablaba sin parar, intentando impresionar al cliente adinerado, mientras la radio sonaba con una canción desgarradora…
Javier odiaba esa música…
Hasta que, de pronto, escuchó unas palabras que lo devolvieron a la realidad.
*Viví sin pensar, sin preocuparme,*
*la sangre loca, el alma perdida.*
*Su amor parecía eterno, puro,*
*no imaginé que todo se iría.*
*Me equivoqué, herí sin medida,*
*la perdí sin saber lo que hacía.*
*Su amor santo lo tiré al olvido,*
*en los días en que era mía…*
Un dolor punzante lo atravesó. Y entonces, Javier entendió de dónde venía.
Lucía…
Luci…
Luisa…
Así la había llamado en distintas épocas.
Su amor de instituto acabó en matrimonio. Nadie creía que la guapa Luisa Martínez se casaría con el gamberro más famoso del colegio, Javier Roldán.
Pero él lo sabía. No podía vivir sin ella.
Por ella estudió, por ella se esforzó, por ella se convirtió en quien era.
Y ella…
Ella siempre estuvo ahí. Amándolo, cuidándolo, inspirándolo.
Le dio dos hijos.
Siempre serena, atenta, hermosa.
Sin quejas, sin reproches.
Parecía feliz con todo.
Y en algún momento, Javier dio por sentado que siempre sería así. Que ella nunca se iría. Que lo perdonaría todo.
Entonces, llegó el dinero, los amigos, las fiestas, las mujeres…
Luisa calló. No preguntó. Lo aceptó.
Crió a sus hijos…
Él no se justificó, no se disculpó, no ayudó.
Solo pagó.
Creía que era suficiente para hacerla feliz.
Se equivocó.
Un día, todo terminó con una frase:
– Javier, ya no te quiero.
– ¡Venga ya! – se rió, incómodo – Estás cansada. Vamos a cenar…
Ella puso los platos en la mesa y dijo con firmeza:
– No me has entendido. Debemos divorciarnos. No quiero ni puedo seguir contigo.
– ¡¿Y los niños?! – exclamó Javier, avergonzado de su propia banalidad.
– Claro. Merecen amor… no un matrimonio vacío.
– ¡Pues vete! – rugió, agarró la chaqueta y salió de casa.
Tres días desaparecido. Esperando que ella lo buscara, que llamara.
Luisa no lo hizo.
Al regresar, encontró bolsas con sus cosas en el recibidor. Las de ella y las de los niños.
– ¿Qué haces? – preguntó.
– Hago las maletas – respondió ella tranquila.
– ¿Por qué?
Luisa lo miró con sorpresa.
– Para ya – dijo él torciendo el gesto – Yo me iré…
Y se fue.
Lo dejó todo: la casa, los ahorros, los hijos.
En su mundo, no había otra opción.
Tras el divorcio, Luisa estuvo sola años. Él lo sabía. Iba cuando quería, llevaba regalos, exigía respeto. Creía tener derecho.
Hasta que Luisa se casó de nuevo.
Javier estalló. ¿Cómo se atrevía? ¡Era la madre de sus hijos! ¡Debía besarle los pies por lo que le dio!
Y empezó a amargarle la vida.
Sobre todo cuando bebía.
Algo que ocurría cada vez más.
Llamadas, mensajes de insultos…
Hasta amenazas…
Luisa no reaccionó. Hasta que lo bloqueó en todas partes.
Entonces la esperaba en la calle…
Sobrio, se odiaba por no controlarse, por hacer lo que jamás haría con lucidez.
Pero nunca pidió perdón. No podía mirarla a los ojos.
Así, su vida se convirtió en odio. Hacia sí mismo, hacia Luisa, hacia el mundo.
Dejó de sentir. Olvidó cómo ser feliz.
Todo le daba asco…
***
Y ahora, esta canción…
– ¿Quién canta esto? – preguntó Javier, la voz ronca.
– ¡Hombre, cómo no lo sabes! ¡Es Julio Iglesias!
Javier no respondió. Un minuto después ordenó:
– Da la vuelta. Ahora. Rápido – y dio una dirección.
Al pasar por un súper, vio a una anciana con un cubo de claveles. Los favoritos de Luisa.
Paró el taxi, compró todos, dejó a la mujer atónita con un billete de cincuenta…
Y allí estaba, ante la puerta.
El corazón le golpeaba como si quisiera salirse.
Emociones olvidadas lo inundaban.
Se sentía vivo…
¡Sí! ¡Así era!
Tocó el timbre…
Luisa abrió. Primero sorpresa, luego miedo. Hasta que vio al chico malo que tanto amó, avergonzado, cambiando el peso de un pie a otro. Entonces sonrió. Supo que no venía a discutir.
– Pasa – hizo espacio.
Javier entró. Le tendió los claveles:
– Son para ti. Sé que te gustan.
– Gracias – Luisa escondió la cara en las flores, respirando su aroma.
– Cariño, ¿quién es? – apareció su marido, con un delantal de dibujos.
Al ver a Javier, el hombre se tensó. Sus encuentros siempre acababan mal.
– Luisa – dijo Javier, mirándola a los ojos – lo he entendido. Perdóname. Destruí mi vida. Y mi felicidad. Porque sin ti y los niños, no tengo nada.
Luisa calló. No supo qué decir. Su marido le apretó la mano.
– Y a ti, Daniel, ¿verdad? Gracias. Por estar con ellos. En mi lugar.
Javier se acercó y le tendió la mano.
Daniel dudó un segundo… y se la estrechó.
– ¿Y los niños? – preguntó Javier – ¿Puedo verlos?
– Claro – sonrió Luisa – te esperan.
Luego vino la cena, la charla, la decisión:
seguirían en contacto.
***
Pasaron años.
Javier vivió solo, trabajó mucho, pero siempre tuvo tiempo para sus hijos.
Se convirtió en un invitado habitual en casa de Luisa y Daniel.
Vacaciones, fiestas…
Con el marido de Luisa hizo amistad pescando.
Los chicos también se aficY, mientras caminaba hacia el salón de actos donde su hijo mayor recibiría el diploma, Javier recordó que, aunque nunca volverían a ser lo mismo, al menos habían aprendido a ser una familia de otra manera.