**Diario de un Hombre**
Mudarse de casa es un verdadero quebradero de cabeza. Todo el mundo lo sabe.
Mi mujer, Lucía, y yo, por fin compramos un piso más grande y nos preparamos para la mudanza justo después de Reyes. Ya habíamos empezado a meter nuestras cosas en cajas grandes, separando lo útil de lo inservible.
Llegó el turno del armario con el altillo. Antes de irme al trabajo, bajé una caja llena de adornos navideños y dejé todo lo demás en una pila ordenada. Ahora le tocaba a Lucía revisarlo.
En los altillos siempre se guarda lo que no se usa, pero que tampoco se tira… hasta que estás seguro de que jamás volverá a servir.
Lucía tenía dos semanas de vacaciones para hacer esta limpieza y decidir qué se llevaba a la nueva casa. No era tarea fácil. ¿Qué hacer con sus cuadernos del cole, los diarios o los diplomas? Sus padres los conservaron, y ahora eran su herencia.
Sentada junto a aquel montón, revisaba metódicamente cada cosa. Algún papel iba directo a la basura; otros los apartaba con cuidado. Hasta que encontró una cajita pequeña, decorada con conchas y piedrecitas del mar, envuelta en un saquito de tela.
Era un regalo de su abuelo, traído de un viaje a la costa cuando ella tenía diez años. Aquella caja se convirtió en su tesoro secreto, donde guardaba recuerdos valiosos.
“¿Tendrá Marta algo parecido?”, pensó Lucía, refiriéndose a nuestra hija. Pero luego se dijo que hoy los niños son demasiado prácticos, poco soñadores. A los diez años ya saben qué quieren ser.
Nosotros no éramos así. Lucía estudió en un instituto cualquiera, se hizo tecnóloga y trabajó en una fábrica de dulces. A mí, Rodrigo, me fue mejor: quise ser arquitecto y lo logré. Regresé a mi ciudad y ahora soy un profesional reconocido.
Nuestra hija Marta es igual de decidida, aunque con once años aún no ha elegido su futuro.
Lucía sostenía la cajita con cierto temor. ¿Qué recuerdos la esperaban dentro? Al abrirla, encontró un collar barato con el broche roto, comprado en una tienda de souvenirs. Una horquilla de su abuela, con dos piedras faltantes. Un botón de nácar, bonito pero del que ya no recordaba su origen. Un pintalabios en estuche dorado, regalo de una amiga en secundaria, que su madre no le dejó usar.
Y entonces, apareció una pajarita de terciopelo azul oscuro, hecha con maestría.
Los recuerdos la llevaron a una lejana Navidad, cuando unos chicos de otro colegio fueron a su escuela a actuar. ¿Por qué? Quizá su salón de actos estaba en obras o era una idea del director. Después del concierto, hubo baile. El primero de su vida.
Lucía tenía once o doce años, y allí “se enamoró”. Demasiado fuerte decirlo, pero ese chico le gustó. Iba vestido de traje oscuro, con aquella pajarita, recitando versos que a ella le parecieron profundos.
Soñó con que la sacara a bailar. Lucía llevaba un vestido blanco, zapatos de charol y el pelo suelto por primera vez. Pero él no la invitó. Se fue rápido, casi sin despedirse.
Ella y su amiga lo siguieron al vestuario. Él se puso el abrigo, se quitó la pajarita y salió. Las chicas lo vieron marcharse. Al regresar, Lucía encontró la pajarita en el suelo. Intentó devolvérsela, pero ya se había ido en coche con sus padres. Nunca supo ni de qué colegio era.
Los años pasaron, y aquel pequeño tesoro guardó el recuerdo. Lucía decidió dejar la caja en el alféizar, sin esconderla. Era parte de su infancia, una reliquia familiar.
Cuando Marta llegó del colegio, vio la caja y preguntó: “¿Esto es tu archivo? ¡Qué bonito!”. Examinó la horquilla y la pajarita. Durante la cena, Lucía le contó la historia.
“¿Y no intentaste buscarlo?”, preguntó Marta.
“¡Ni sabía cómo se llamaba!”, rio Lucía.
Esa noche, llegué del trabajo y ayudé con los preparativos. Marta, traviesa, soltó: “Papá, a mamá le gustaba un chico del cole. ¡Y aún guarda algo de él!”.
Lucía se ruborizó. Yo le dije a Marta: “No está bien revelar secretos, ¿eh?”.
Ella siguió: “¡Mamá tiene la pajarita que él perdió!”.
Mis ojos se fijaron en aquel trozo de tela. La tomé en mis manos, examinándola.
“¿Dónde la encontraste?”, pregunté.
Lucía explicó: “Un chico la perdió en un baile. Intenté devolvérsela, pero no pude”.
De pronto, lo recordé. Era la pajarita de mi padre, traída de un viaje al extranjero. Volví al colegio días después, preguntando por ella. Nadie supo nada.
“¿Fuiste tú?”, susurró Lucía.
El corazón me latió fuerte. El destino, jugando a favor.
Pasamos la noche rememorando. Habíamos terminado el instituto, estudiado en ciudades distintas, tenido amistades… pero nunca habíamos profundizado.
“Sentía que esperaba a alguien”, confesó Lucía.
“Yo también. Mis amigos bromeaban, pero siempre me quedé solo”.
Nos reencontramos en otra fiesta de Navidad, años después. Desde el primer baile, no nos separamos.
“Cuando te vi, supe que eras la mujer que esperaba”, le dije.
Marta, que escuchaba todo, nos abrazó. “Si no os hubierais conocido, yo no estaría aquí. Así que… gracias”.
Reímos los tres, y terminamos decorando el árbol navideño que esperaba en el balcón.
Y la pajarita… la guardé. Esta Nochevieja, la llevaré puesta.
**Lección:** El destino escribe historias que ni el tiempo puede borrar. A veces, lo que parece perdido, solo espera el momento perfecto para volver.