Permítete a ti mismo

Lucía llevaba años aprendiendo a amar a Jorge en silencio. Era más fácil que destruir veinte años de amistad con una torpe confesión.

Solo una vez vio algo distinto en su mirada. No el cariño habitual de siempre, sino algo más profundo, inquietante, casi doloroso. Lo sintió al instante —ellos siempre se habían entendido sin palabras.

—¿Pasa algo? —preguntó ella, dejando el libro a un lado.

Sus labios temblaron, como si quisiera decir algo importante, pero cambió de idea.

—Nada —murmuró, girándose bruscamente hacia la ventana.

El silencio entre ellos se volvió denso, incómodo.

—Bueno, me voy —dijo al fin, levantándose.

Ella no lo detuvo. Solo asintió. ¿Qué podía decir? En aquel momento, ni Lucía ni Jorge estaban libres.

***

Se conocían desde siempre.

A los 14 juraron ser amigos hasta la muerte. A los 18 se reían de los compañeros enamorados. A los 25, Jorge fue su padrino de boda. A los 30, Lucía lo sacó borracho de un bar tras su divorcio.

El primer encuentro: ella tenía siete años, él nueve. Los niños del barrio jugaban a policías y ladrones, y ella, la más pequeña, tropezó. Los chicos mayores empezaron a burlarse: —¡Llorón, mocosón!

Entonces él, normalmente callado, le dio un puñetazo al líder del grupo, tirándolo a un charco.

—No la vuelvas a tocar —dijo, limpiándose el labio sangrante.

Desde entonces, no se separaron.

El vecindario, las peleas infantiles, el primer cigarrillo robado detrás de los garajes… Todo era su pasado en común. Luego el instituto, donde corrían juntos al recreo, y después, universidades distintas, pero con la misma costumbre de llamarse a medianoche para contarse algo importante.

Eran amigos. De los de verdad. De esos que no desaparecen ni con los primeros noviazgos, ni con los matrimonios, ni con las peleas.

Lucía tenía un marido correcto, fiable: Adrián. Con Jorge nunca congenió. La mujer de Jorge se llamaba Claudia. Guapa, inteligente, pero con “la compañera de batalla Lucía” solo coincidió una vez, en la boda. Lo dejó claro desde el principio: esa chica no era de su mundo. En fin, lo de ser amigos en pareja, como soñaron de niños, no funcionó.

Pero sí lograron seguir siendo “esa persona” para el otro. La que atiende el teléfono a las tres de la madrugada con un “No estoy bien” y sabe que le escucharán. Y si hace falta, irán a ponerle un té o algo más fuerte.

Esa clase de amistad no tiene precio.

Cuando Adrián dejó a Lucía, llevándose la mitad de los muebles y su fe en el “para siempre”, Jorge estuvo ahí. No la dejó emborracharse sola, aguantó sus lloros, escuchó sus repetidos “¿cómo pude equivocarme tanto?”

Adrián se fue con una becaria. Sonaba a tópico, pero Lucía fue la última en enterarse.

—¿En serio no te diste cuenta? —se sorprendieron sus amigas.

No. No se dio cuenta. Porque esos días, cuando Adrián se quedaba “trabajando”, ella cenaba con Jorge. Se reía de sus bromas, se quejaba del cansancio, se sentía… ella misma.

Jorge fue el primero en saberlo. Llegó enseguida tras su llamada con un “Se ha ido” ahogado.

—Estoy harta de fingir que soy feliz —dijo Lucía entre lágrimas, mirando por la ventana.

—Lo sé —contestó él.

Y entonces ella comprendió: era verdad. Él siempre lo había sabido.

Con Claudia fue diferente.

Se fue de golpe, dando un portazo:

—¡Nunca me vas a querer como la quieres a ella!

Él no discutió.

Cuando se lo contó a Lucía, ella se indignó:

—¿Qué tontería es esa? ¡Si solo somos amigos!

—Solo amigos —repitió él, con una mirada que le cortó la respiración.

—Ella no te conoce —dijo Lucía, sirviéndole la tercera copa—. Al verdadero tú.

—¿Y tú? ¿Tú me conoces?

Ella se estremeció. Recordó lo que escribió en su diario años atrás: *”Imagínate decirle que lo amas. Y que él se aleje. En sus ojos, incomodidad. Luego, mensajes corteses una vez al mes. Y encuentros con amigos en común, evitando mirarse.”*

Tenía miedo de perder a su amigo de toda la vida. No quería arriesgar lo que siempre había sido su sostén. Jorge era el único que la conocía y aceptaba tal como era. Nunca la dejó, ni siquiera cuando, furiosa con el mundo, era insoportable —que, seamos sinceros, su carácter no era fácil—. Lucía lo valoraba. Y por él, estaba dispuesta a cualquier cosa. O casi.

Pero… la amistad no es amor. ¿Y si no funcionaba? ¿Y si aparecía otra becaria? ¿Entonces tendría que vivir sin él? ¿Cómo hacía la gente para vivir sin alguien como él?

*”Somos muy diferentes”*, pensaba ella cuando él discutía con el camarero sobre el punto de la carne. Jorge podía ser obsesivo hasta lo insufrible.

*”No soy para ella”*, pensaba él al ver cómo ponía los ojos en blanco con su película de acción favorita.

No se daban cuenta de que en sus discusiones nacían chistes que solo ellos entendían. Que en sus diferencias saltaba esa chispa que les faltaba en sus relaciones “correctas” con otros.

Se amaban en secreto, como si no se permitieran romper aquel viejo juramento infantil.

***

El momento de la verdad llegó en el aeropuerto. Lucía se iba a Lisboa —un nuevo proyecto, una nueva etapa. Quizá para siempre.

—Se te olvidó —dijo Jorge, tendiéndole la bufanda que dejó en su casa.

—Quédate con ella —respondió ella—. De recuerdo.

En sus ojos brilló algo que ella había visto muchas veces, pero nunca se dejó reconocer.

—No quiero un recuerdo —dijo de pronto—. Te quiero a ti.

Dos palabras. Veinte años de espera. Una vida que por fin tenía sentido.

—Si te vas ahora —susurró él—, no lo sobreviviré.

No “me dolerá”. No “estaré triste”. Sino “no lo sobreviviré”.

Ella sonrió. No de inmediato. Primero entendió lo que significaba esa mirada. Bueno, se permitió entenderlo. Y entonces supo que era feliz.

—Sabes —dijo—, por esas palabras, me pierdo cualquier vuelo.

—¿Te quedas? —la abrazó—. ¿De verdad?

…De camino a casa, pensó: *”Antes lo tenía todo: marido, casa acogedora, comodidad. Pero me faltaba ese sentimiento por el que la gente quema sus naves, pierde la cabeza, lo arriesga todo… Me faltaba amor. Y sin él, ninguna alegría vale nada.”*

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