Amigo de antaño

La casita me gustó al instante. Pequeña, limpia, con muebles de los de toda la vida, hasta un aparador de esos antiguos con cristal de bohemia. Una alfombra colgada en la pared, una tetera ajada en la cocina y un frigorífico **Fagor** de los de antes. Y, cómo no, una radio en la sala. Una radio vieja, de donde salía la **Ser** con ese sonido cálido, lleno de crujidos, un leve silbido y aquellas canciones de antaño. No había tele, pero tampoco me importaba.

Llegaba del trabajo, subía el volumen de la radio y ponía la tetera al fuego. Después, llenaba la taza con agua hirviendo, aspiraba el aroma del té y me quedaba junto a la ventana, mirando la calle. La radio parloteaba, y yo miraba afuera. El cielo azul oscuro, las estrellas como puntitos borrosos, la luna mellada. Y en silencio. ¿Con quién iba a hablar? Vivía solo en aquel piso. Así fue, hasta que conocí al nuevo vecino. Se llamaba **Alejandro**. **Alex**. Un buen chaval.

Aquel día llegué tarde del trabajo. Día entero en la fábrica, con la espalda hecha polvo y las piernas como de trapo. Entré en la cocina, y allí estaba él. Alex. Sentado, mirándome. Al principio me indigné, hasta le busqué el cinturón para darle un susto, pero cuando me clavó esos ojos brillantes, bajé la mano. Puse la tetera al fuego y me senté a su lado. Yo lo miraba, él me miraba. Y no se iba. Se quedaba en silencio.

Serví el té, saqué unas galletas María del paquete y las dejé en la mesa. Alex estiró el cuello al verlas. Le ofrecí una, la olió, la rechazó con educación y se quedó allí, escuchando la radio. Oímos las noticias, nos enteramos de los líos del mundo, y luego me fui a dormir. Alex se quedó en la cocina, junto a la radio. Por la mañana ya no estaba. Seguro que tenía sus cosas. Yo tenía la fábrica y mi máquina fiel, pero él… ¿qué haría? Volvió al anochecer, cuando regresé a casa con la bolsa de la compra: bacalao seco, una jarra de cerveza fría y más galletas. Y así empezamos a vivir juntos. Alex y yo.

Llegaba, servía la cerveza, pelaba el bacalao y charlaba con Alex. Él no bebía, claro. Solo escuchaba y callaba. A veces, si me exaltaba demasiado, se ponía a pasear por la cocina. De un lado a otro. Hasta que se calmaba y volvía a la mesa. Se sentaba y clavaba en mí esos ojos brillantes. Escuchaba. Y me sentía bien. Hablar, soltar toda la amargura… y al momento, el alma se aliviaba. Alex lo sabía, por eso no decía nada.

Le encantaba la radio, sobre todo las viejas canciones. A veces llegaba del trabajo y Alex no estaba. Encendía la radio, ponía la tetera al fuego, me giraba… y ahí estaba él. Sentado, escuchando, con aquellos ojos brillantes. Se le veía feliz, y yo también. Cenábamos, oíamos la radio y charlábamos hasta tarde. Le contaba todo. Lo nuevo en la fábrica, el hierro que llegaba, cómo **Manolo** casi lo pilla el jefe borracho. Hasta le hablaba de mi pasado. Alex escuchaba con atención. En silencio, ojos brillantes, escuchando. Gran tipo. Le encantaba oírme hablar de mi época en el servicio militar.

¡Ay, le conté todo! Cómo me mandaron al frente siendo un chaval, cómo casi me capturan, cómo ardían los tanques. De la comida caliente, de aquella contusión. Y Alex escuchaba. Era listo. No cualquiera sabe acompañar un silencio, pero él sí. Le hablaba de mis amigos, de los compañeros, me secaba alguna lágrima… y él me miraba con pena, rozaba mi mano y alivio al instante. Tuve suerte con ese vecino. Yo lo quería, y él a mí. Solo odiaba cuando volvía borracho. Me miraba con reproche y daba la espalda. Hasta la radio perdía su encanto.

Una vez me emborraché con los colegas, y al llegar, Alex, al verme, se escondió en la habitación. Me dio vergüenza. Ahogar el pasado con alcohol en vez de compartirlo con él, como antes. Guardé la botella, encendí la radio y me fumé un pitillo. Me entró la tristeza, y cuando eso pasaba, Alex siempre venía. Incluso enfadado. Y vino. Se sentó, me tocó la mano y me miró. En silencio. Empecé a quejarme de la vida, ahogando las penas en humo amargo. Hasta que caí en la cuenta: ¿de qué me quejaba? Tenía casa, comida, hasta un amigo que me escuchaba, me calmaba y callaba a mi lado. ¡Ay! Tiré todo el alcohol. Solo me permitía cerveza fría y bacalao. A Alex no le molestaba. Olisqueaba el pescado y callaba, escuchándome hasta que me iba a dormir. Sabía que él se quedaba en la cocina mucho rato después, cuando yo ya soñaba.

Hasta que un día desapareció. Una semana sin aparecer por casa. Me entró la tristeza, la soledad sin Alex. Me había acostumbrado a nuestras charlas nocturnas. Encendía la radio, hacía ruido con las botellas… pero Alex no volvía. Hasta que un día, de pura pena, me planté en el **colmado**. A por una botella. Pero **Lola**, la dependienta, puso manos en caderas y negó con la cabeza. No me vendió nada, pero me dio unas empanadillas. De patata. Tres días después, vino a casa. Sonrojada, sonriente, amable. Hizo cocido, más empanadillas, charlamos un rato y se fue. Tenían inventario. Dijo que al día siguiente volvería.

Cuando se marchó, entendí cuánto me faltaba el cariño. Antes, Alex me animaba, me escuchaba, no me dejaba beber… y ahora estaba solo. Pero Lola debió ver algo en mis ojos aquella noche en la tienda. Me dio las empanadillas, y luego vino. Buena mujer. Le gustaba leer. Empezó a visitarme a menudo. Así, sin más. Llegaba, preparaba la cena, hablábamos. Yo le contaba del ejército, ella de **Isabel** y los reyes de España. Yo del pasado, ella del futuro. Hacía tiempo que no se oía reír en casa. Una risa dulce, sincera.

Un mes después la invité al cine. ¡Qué nervios! Quemé una camisa blanca planchándola. Por suerte tenía otra. Hacía siglos que no salía con gente. Los colegas no cuentan; a esos los veía cada día en la fábrica. Pero esto era distinto. Compañía, cultura y… Lola. Guapa como una princesa de cuento. Vimos la película, paseamos por el parque, comimos helado en cucurucho y bebimos gaseosa. Fue bonito. Me acostumbré a ella, como a Alex.

Sabía que al volver del trabajo, la encontraría en la cocina. Y en la sala, la radio, bajita, acogedora. Me acostumbré a Lola. Tanto, que me dio miedo. ¿Y si desaparecía, como Alex? Volvería a estar solo. Hasta que un día reuní valor, me acerqué y le propuso matrimonio. Se le cayó el cucharón de la mano, lloró… y dijo que sí.

Nos casamos. Una boda sencilla, íntima. Yo no tenía familia. Alex había desaparecido, y Lola no habría entendido aquel amigo. Aun así, me entristeció. A Alex le habría encantadoY mientras el gorrión picoteaba migajas en la mesa, supe que, al fin, la vida me había devuelto a los dos.

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Amigo de antaño