—Chicas, ¿quién de vosotras es Lila? —preguntó una joven con una mirada intrigante y algo maliciosa, observándonos a mi amiga y a mí.
—Yo soy Lila. ¿Qué pasa? —respondí, desconcertada.
—Toma, una carta. Es de Víctor —dijo la desconocida, sacando un sobre arrugado del bolsillo de su bata y entregándomelo.
—¿De Víctor? ¿Dónde está él? —pregunté, sorprendida.
—Lo trasladaron a un internado para adultos. Te esperaba, Lila, como agua de mayo. Se pasaba los días mirando por la ventana. Me dio esta carta para que corrigiera los errores, no quería quedar mal ante ti. Bueno, debo irme, pronto es la hora de comer. Trabajo aquí como cuidadora —dijo la chica con un suspiro reprobatorio antes de marcharse corriendo.
…Un día, paseando sin rumbo, mi amiga y yo terminamos en los terrenos de un lugar desconocido. Teníamos dieciséis años, el verano nos llenaba de energía y buscábamos aventuras.
Nos sentamos en un banco, charlando y riendo, hasta que dos chicos se acercaron sin que nos diéramos cuenta.
—Hola, chicas. ¿Os aburrís? ¿Nos presentamos? —dijo uno, extendiendo la mano—. Soy Víctor.
—Yo soy Lila, y esta es mi amiga Lucía. ¿Y tu amigo callado cómo se llama?
—Daniel —contestó el otro con timidez.
Nos parecieron anticuados y demasiado formales. Víctor, serio, comentó:
—Chicas, ¿por qué lleváis faldas tan cortas? Y Lucía, ese escote es muy atrevido.
—Vaya, chicos, no miréis donde no debéis. No vayáis a perder los ojos de tanto mirar —nos reímos, burlonas.
—Es difícil no hacerlo. Somos hombres, al fin y al cabo. ¿También fumáis? —insistió Víctor, con aire moralista.
—Claro, pero sin tragar —bromeamos.
Fue entonces cuando notamos que algo andaba mal con sus piernas. Víctor apenas podía caminar, y Daniel cojeaba notablemente.
—¿Estáis aquí de tratamiento? —pregunté.
—Sí. Tuve un accidente en moto, y Daniel se lastimó al saltar de un acantilado —contestó Víctor con rapidez, como si hubiera repetido esa historia mil veces—. Pronto nos darán el alta.
Por supuesto, Lucía y yo creímos su “leyenda”. No sabíamos que Víctor y Daniel eran discapacitados de nacimiento, condenados a vivir en aquel internado. Para ellos, nosotras éramos un soplo de libertad.
Allí, encerrados, cada uno tenía su historia inventada: un accidente, una caída, una pelea… Pero resultaron ser chicos interesantes, cultos y maduros para su edad.
Empezamos a visitarlos cada semana. Al principio por pena, luego porque tenían mucho que enseñarnos.
Víctor me traía flores arrancadas de algún jardín cercano; Daniel le regalaba a Lucía figuras de origami que hacía con dedicación. Nos sentábamos juntos en el banco, charlando de nada y de todo.
Pasó el verano, llegó el otoño, y con él, el último año de instituto. El tiempo nos hizo olvidar a aquellos chicos.
Hasta que, terminados los exámenes y la graduación, volvimos al internado. Esperamos en el banco de siempre, pero nadie vino.
Entonces apareció la cuidadora con la carta. La abrí de inmediato:
*”Querida Lila, flor perfumada, estrella inalcanzable… Quizás no lo notaste, pero me enamoré de ti desde el primer día. Nuestros encuentros eran mi razón para seguir. Llevo medio año esperando en vano. Nuestros caminos son distintos, pero te agradezco por haberme enseñado el amor. Recuerdo tu voz, tu sonrisa, tus manos. Duele tu ausencia. Ojalá pudiera verte una vez más…*
*Daniel y yo cumplimos dieciocho. Nos trasladarán a otro centro. Quizá no nos volvamos a encontrar. Ojalá algún día supere este amor.
Adiós, para siempre, tu Víctor.”*
Dentro, un pétalo seco. Me invadió una vergüenza terrible. Recordé aquel dicho: *”Somos responsables de aquellos a quienes damos esperanzas.”*
Nunca imaginé lo que él sentía. Yo solo tenía curiosidad, simpatía, nada más. Coqueteé sin malicia, sin saber que mis bromas avivarían su amor.
Pasaron años. La carta se volvió amarilla, el pétalo se deshizo. Pero guardo el recuerdo de aquellos días.
Esta historia tuvo un final distinto para Lucía. Se conmovió por Daniel, abandonado por sus padres por su discapacidad. Estudió magisterio y ahora trabaja en un internado. Daniel es su marido, tienen dos hijos.
De Víctor, supe poco. A los cuarenta, su madre, arrepentida, lo llevó a su pueblo. Después, se perdió su rastro.
Aprendí que a veces, sin querer, herimos a quienes nos entregan su corazón. Y que el verdadero amor no siempre es correspondido… pero siempre deja huella.