Demasiado tarde para darse cuenta del error

Demasiado tarde para entender su error

Bárbara apretaba en su puño los resultados de las pruebas. El papel estaba húmedo de sudor. El pasillo de la consulta ginecológica estaba abarrotado.

—¡Bárbara Morales García! —gritó la enfermera.

Ella se levantó y entró en la consulta. La doctora, una mujer entrada en años con ojos cansados, tomó la carpeta y echó un vistazo rápido a los papeles.

—Siéntese. —Miró los resultados con indiferencia—. Todo está bien en su caso. Que se examine su marido.

Bárbara se quedó helada. ¿Javier? Pero si él…

***

En casa, su suegra picaba col para el cocido. El cuchillo golpeaba la tabla con furia, como si cortase enemigos.

—Bueno, hija, ¿qué noticias traes? —preguntó Valeria Martín sin levantar la vista.

—Yo estoy bien —murmuró Bárbara mientras se quitaba el abrigo.

—Entonces, ¿por qué…? —La suegra alzó la mirada por fin. Una chispa de preocupación brilló en sus ojos—. Javier tiene que hacerse unas pruebas.

El cuchillo se detuvo en seco. Valeria se irguió como un palo.

—¿Qué tontería es esa? ¡Mi hijo está perfectamente! Son vuestros médicos, que no entienden nada. Antes las mujeres parían sin tanto análisis.

Bárbara entró en el dormitorio. En el sofá había un par de calcetines sueltos, uno azul y otro negro. Los recogió mecánicamente y los tiró al cesto de la ropa.

En tres años de matrimonio, esos calcetines se habían convertido en un símbolo de su vida: desparejados, sin encajar.

Javier llegó tarde.

—¿Por qué esa cara de funeral? —gruñó, dejándose caer en el sillón.

—Javi, tenemos que hablar.

—¿De qué?

Ella le tendió los papeles. Él los miró y los apartó con desdén.

—¿Y qué?

—Tienes que hacerte un chequeo.

—¿Por qué narices? —se levantó de un salto—. ¡Estoy como un roble! ¡Mírame!

Y era cierto. Era un hombre robusto, de hombros anchos y pelo oscuro. Pero la salud no siempre se ve a simple vista.

—Javi, por favor…

—¡Basta ya! —rugió—. Si no quieres hijos, dilo de una vez. ¿Para qué este teatro con los médicos?

Desde la cocina se oyeron unos pasos arrastrados. Valeria se había apostado tras la puerta, pero respiraba tan fuerte que cada suspiro era audible.

—Quiero tener hijos más que nada en el mundo —dijo Bárbara en voz baja.

—Entonces, ¿por qué no los tenemos? ¿Escondes algo? ¿Te hiciste algún aborto y ahora no puedes?

El golpe fue doloroso. Bárbara retrocedió.

—¿Cómo te atreves…?

—¡Pues cómo quieres que piense! Tres años juntos y nada. Y ahora vienen unos médicos a decir que yo… —No terminó la frase. Apretó los puños.

La puerta se abrió de golpe. Valeria entró como un tanque.

—Javi, no la escuches. Esto es por estar todo el día sin hacer nada. Si trabajases más, irías menos al médico.

Bárbara miró a su marido. Él volvió la cara hacia la ventana.

—Javi, ¿de verdad crees que yo…?

—No sé qué creer —masculló entre dientes—. Solo sé que un hombre sano no va al médico.

Valeria asintió con satisfacción.

—Bien dicho, hijo. Eso de ir al médico no es cosa de hombres.

Bárbara sintió que algo se rompía dentro de ella, como una cuerda tensada al límite.

—Muy bien —dijo con voz serena.

Al día siguiente comenzó la guerra. Valeria la criticaba por todo: la sal mal echada, la cazuela mal lavada, el polvo en el armario. Bárbara aguantó en silencio.

—¿No crees que deberías buscarte un trabajo de verdad? —le espetó la suegra durante la cena—. Algo más serio que ir de médico en médico.

Javier comía su filete sin levantar la vista.

—Yo trabajo —recordó Bárbara.

—Tres días a la semana no es trabajar, es un pasatiempo.

—¿Qué tiene que ver mi trabajo con esto?

—¡Todo! Mi hijo está sano, y tú quieres hacerle pasar por enfermo. Si no hay hijos, la culpa es siempre de la mujer. ¡Siempre ha sido así!

Bárbara se levantó de la mesa. Las piernas le flaqueaban.

—¿Qué te pasa? —preguntó burlona la suegra—. ¿Tan pronto te vas?

—Estoy cansada —respondió en un susurro.

—¡Cansada! ¿De qué? Tres días trabajando… ¡No es para tanto!

Javier alzó la mirada por fin. Había algo parecido a la pena en sus ojos. Pero no dijo nada.

Esa noche, Bárbara escuchó los ronquidos de su marido. Antes la tranquilizaban: significaban que estaba cerca. Ahora la irritaban. ¿Cómo no se había dado cuenta de lo testarudo que era?

Por la mañana, guardó sus cosas en una vieja mochila. No llevó mucho: unos vestidos, ropa interior, neceser.

—¿Adónde vas? —Valeria estaba en la puerta de la cocina, con una taza en la mano.

—A casa de la abuela.

—¿Por mucho tiempo?

—No lo sé.

Javier salió del baño y vio la mochila.

—¿Bárbara, qué es esto?

—Lo que ves.

—¿En serio?

—¿Qué otra opción me queda? Tú no quieres hacerte pruebas, tu madre me culpa de todo. ¿Para qué quedarme?

Se acercó y bajó la voz:

—No digas tonterías. ¿Adónde vas a ir?

—A casa de la abuela Carmen.

—¿A ese cuartucho? ¡Si apenas tiene veinte metros!

—Más vale mal acomodado que bien despedido.

Valeria soltó un bufido:

—¡Bien hecho! Que se vaya. A ver cómo lo pasa con la vieja.

Javier lanzó una mirada furiosa a su madre, pero no protestó.

Bárbara cogió la mochila y se dirigió a la puerta.

—¡Bárbara! —la llamó su marido.

Ella se dio la vuelta. Él estaba en medio del recibidor, desconcertado, con el pelo mojado.

—¿Cuándo volverás?

—Cuando vayas al médico.

La puerta se cerró de golpe.

La abuela Carmen se llevó las manos a la cabeza al ver a su nieta con la mochila.

—¡Bárbara! ¿Qué ha pasado?

—Me he peleado con Javier. ¿Puedo quedarme un tiempo?

—Claro, niña. Pero aquí no hay mucho espacio…

—No importa, abuela.

El piso era diminuto: una cama, una mesa, dos sillas, un televisor viejo. Pero limpio. Y olía a vainilla, porque a la abuela le encantaba hornear.

—Cuéntame qué ha pasado —pidió la anciana mientras ponía el hervidor.

Bárbara lo soltó todo. La abuela escuchó, meneando la cabeza canosa.

—Ay, hija… Los hombres son así. Orgullosos. Para ellos, admitir un problema es como morir un poco.

—¿Y yo qué, tengo que esperar toda la vida a que se digne ir al médico?

—No tienes por qué. Has hecho bien en irte. Que reflexione.

Los primeros días fueron tranquilos. Bárbara se acomodó en un sofá-cama y ayudaba a la abuela. Javier llamaba, pero ella no cogía el teléfono.

Luego, la abuela empezó aPoco después, la abuela Carmen empezó a quejarse de dolores en el pecho, y aunque al principio intentó restarle importancia, un día el dolor fue tan fuerte que Bárbara no dudó en llamar al médico, quien tras examinarla la derivó de inmediato al hospital, donde descubrieron que su corazón, cansado de tantos años, necesitaba cuidados especiales, y mientras Bárbara la acompañaba en aquella habitación de hospital, pensó en lo frágil que era la vida y en lo importante que era luchar por la felicidad, una lección que su marido nunca había aprendido.

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