¡Una vida dedicada a los demás y un adiós inesperado en el retiro!

Hacía mucho que los hijos se habían independizado, y apenas ella se jubiló, ¡huyó de mí! ¿Te lo imaginas? —se quejaba el hombre canoso con sombrero mientras jugaba al ajedrez en el parque.

El otoño comenzaba a esparcir sus hojas doradas por el patio. La tarde era fresca, con ese aire suave que invita a pasear.

Como era costumbre, los jubilados pasaban los veranos en aquel rincón del parque, cerca de su edificio. Tres bancos de madera bajo la sombra de un viejo olmo eran su refugio. Y aunque el calor daba tregua, con el frío, la rutina seguía: los hombres de cabellos plateados seguían reuniéndose allí, charlando y jugando.

—¿Seguro que huyó ella? ¿O serás tú el culpable? —bromeó su compañero de ajedrez, Enrique, con una sonrisa pícara—. De un buen marido no se escapa nadie.

Él mismo había pasado por lo mismo años atrás y sabía bien de qué hablaba.

El canoso alzó la mirada, del mismo tono gris que su pelo, y esbozó una sonrisa.

—Jaque mate, Enrique. Pero en lo de mi mujer… ¡fue por pura maldad! Sabe que sin ella no puedo, y así me lo hizo ver. Antes de irse, me soltó: «Estoy harta, Antonio, de cuidarte como a un niño. Sin mí no eres capaz de nada, así que me voy. A ver si así lo entiendes».

Ni siquiera dijo adónde.

—¿Y qué tal va ahora, Antonio? —preguntó Enrique, recordando su propio pasado.

—Mal… Mejor dicho, triste. El primer día hasta compré una botella de vino blanco, pensando en celebrar. La guardé en el frigorífico, pero al final ni la abrí. Nadie me regaña, nadie me dice «no bebas»… Sin ruido, sin discusiones, hasta las ganas se me quitaron. La pena me cayó encima de golpe.

Enrique soltó una carcajada. Lo entendía perfectamente.

Antonio se quedó pensativo, observando el tablero. Los otros hombres que los rodeaban miraban con una mezcla de inquietud y compasión. Nadie quería quedarse solo a esa edad.

Por más que hubiera riñas y rutinas agotadoras, al fin y al cabo, la pareja era como las dos mitades de una naranja: una no podía vivir sin la otra.

—Llámala, dile que lo has entendido, que te arrepientes —sugirió uno más joven.

Antonio negó con un gesto.

—¿Y cómo sé qué quiere?

—Yo, de pequeño, cuidaba cabras en el pueblo —intervino el vecino del quinto—. Si alguna se escapaba y no quería volver, la engatusaba con un poco de zanahoria. Tú haz lo mismo. Al final, todo se arregla solo.

—¡¿Con qué la engatuso?! —se rió Antonio—. Lo tiene todo. No puedo equivocarme.

—¿Y si la llamo yo? Le digo que llevo cinco días tocando a tu puerta y nadie abre —propuso el vecino del rellano—. Que tal vez te ha pasado algo…

—¡Ahí está! —exclamó Antonio, ilusionado—. Vendrá volando, pensando que ha ocurrido una desgracia. Y yo aquí, con flores y pastel.

Así quedaron.

Al día siguiente, siguiendo el plan, Emilio, el vecino del rellano, llamó a Carmen, la esposa de Antonio.

—Hace una semana que no lo veo. Toco y no contesta —le dijo con voz preocupada—. Algo raro pasa, deberías volver.

Antonio, mientras tanto, no perdió tiempo. Fue al mercado, compró dulces, pasó por la floristería y salió con tres claveles. Luego, corrió a casa.

—Uf, vaya carrera —pensó, agotado. Pero no podía pedir perdón en pijama. Se puso el traje gris que Carmen le compró para los entierros y preparó la mesa.

El vino en el frigo, el agua del hervidor silbando. Todo listo.

Hacía calor con el traje, pero no se lo quitó. Tenía que recibir a Carmen con elegancia.

Una y otra vez, se asomó a la ventana. Pero ella no llegaba.

Al final, decidió esperarla con las flores. Una se le rompió, como presagio.

Para calmar los nervios, se sirvió un trago de vino blanco.

Así pasó una hora, claveles en mano, hasta que el sueño lo venció. Se tumbó con cuidado para no arrugar el traje, apretando las flores contra el pecho.

Carmen llegó al anochecer.

Había viajado cinco horas en tren desde Jaén, donde estaba con su hermana. Al ver las ventanas oscuras, el corazón se le encogió.

Subió corriendo.

Con manos temblorosas, abrió la puerta. Silencio.

—Dios mío, ¿y si le ha pasado algo? —pensó, angustiada.

Encendió la luz y entró en el salón.

Allí estaba Antonio, en el sofá.

Tumbado, traje impecable, los dos claveles mustios en sus manos.

Carmen cayó de rodillas, sollozando en silencio.

—¡Carmen! ¡Has vuelto! —Antonio abrió los ojos, sonriendo, y le tendió las flores.

—¡Estás vivo! —gritó ella—. ¿Otra vez de juerga? ¡No puedo dejarte ni una semana! ¡Mira qué hombre tengo!

Regañaba, pero Antonio, sin dejar de sonreír, se sentó.

—Qué bien se está en casa —pensó—. Mi cabritilla escapista ha vuelto.

—¿Y tú ahí, riéndote? ¡Te voy a dar una lección!

—Te quiero, Carmen. Tanto que no te soltaré nunca más —dijo él, sereno.

Las palabras la dejaron sin palabras.

—En esta semana lo entendí todo. No me dejes, por favor. Haré lo que quieras.

—¿Y no volverás a beber?

—Ni probé el vino en tu ausencia. Solo un sorbo hoy, por los nervios.

Carmen suspiró y fue a la cocina. Al encender la luz, un grito escapó de sus labios.

—¡Ay, madre mía…!

Antonio, desde el sofá, sonrió satisfecho.

«Buena zanahoria —pensó—. Ahora solo queda sorprenderla cada día… Así mi Carmen no volverá a huir.»

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