La Nochebuena Familiar: Tradiciones que Unen Corazones

**Diario de Iván**

Hoy, mientras preparaba la ensaladilla rusa, escuché a Lucía decirle a mi hijo: “Parece que tu padre ya no es el de antes”.

“¿Por qué dices eso?”, preguntó Pablo, sorprendido.

“Pues mira, ni siquiera pudo levantar a Mari Carmen para poner la estrella en el árbol. Antes lo hacía sin problema…”, susurró Lucía con un suspiro.

“¡Qué exageración! Papá sigue fuerte, solo estaba cansado”, contestó Pablo, aunque se notaba algo inseguro.

“No, Pablo, los años pasan. A partir de ahora, tú irás a hacer la compra semanal para tus padres, y no discutas”, insistió Lucía, arreglándose el pelo antes de coger la fuente de ensaladilla. “Vamos a la mesa”.

Yo lo escuché todo. Me detuve en el pasillo, fingiendo encender la luz del baño, y sus palabras se clavaron como un puñal.

La víspera de Nochevieja siempre ha sido tradición en la familia Morales: todos reunidos en casa de los abuelos, celebrando juntos la fiesta más esperada del invierno. Este año no fue diferente. Pablo llegó primero con su familia. Lucía ayudó a poner la mesa, mientras los nietos decoraban el árbol en el salón.

Al entrar al baño, dejé correr el agua y me senté al borde de la bañera.

“Tiene razón Lucía. Desde que me jubilé, todo ha ido cuesta abajo. La pereza me ha invadido, y nada me motiva. Es como si todo me diera igual, hasta me dan ganas de llorar”.

“Iván, ¿todo bien?”, preguntó Lucía suavemente desde la puerta.

“Sí, sí, ahora salgo”, contesté.

Fuera, mi nieto pequeño, Antonio, esperaba bailando de impaciencia. “¡Entra, entra!”, le dije, haciéndole espacio.

Durante la cena, estaba más callado que nunca. Brindaba sin ganas, bebiendo solo un sorbo cuando tocaba.

“Padre, ¿estás bien? Es Nochevieja, hay que alegrarse”, me dijo Pablo al despedirse, mientras se abrochaba el abrigo en el recibidor. Lucía le daba codazos discretamente, señal de que algo hablaban entre ellos.

“Todo bien, hijo. Traed a los niños en vacaciones, ¿eh? ¿No tenéis planes de viajar?”, pregunté, forzando una sonrisa.

“Estamos con la reforma del piso, Iván. Y vosotros también merecéis descansar. Los niños se irán con mis padres una semana, ya lo tenemos hablado”, intervino Lucía.

“Ah, bueno. Así vuestros suegros también disfrutan de ellos”, dije, aunque algo en mí se encogió.

Lucía susurró algo a Pablo.

“El domingo paso con la compra, no os preocupéis”, dijo él antes de marcharse.

Mi mujer, Carmen, levantó las manos, confundida.

“¿Qué compra? Tenemos el supermercado aquí al lado. Y la despensa llena. Si falta algo, tu padre puede bajar”.

“Para qué, Carmen. Pablo lo traerá. No hace falta cargar con bolsas al quinto piso sin ascensor. Descansad”, insistió Lucía.

Cuando se fueron, Carmen no dejaba de refunfuñar:

“Ahora resulta que no nos dejan ver a los nietos, ni ir a comprar solos. Como si fuéramos inválidos”.

“Lucía es buena gente, Carmen. Solo quiere ayudarnos”, le dije, aunque también me dolía.

“No tenemos noventa años para que nos traten así. Es como si nos dieran por acabados”.

“Ya los traerán, mujer. Esta vez van con los otros abuelos”.

Carmen se quedó callada.

“Quizás exagero”, pensé. “Lucía es la que más se preocupa. Siempre viene con una sonrisa, ayuda sin quejarse. La otra nuera solo aparece para comer y llevarse tarros de conserva. Y del yerno mejor ni hablamos…”.

“¿Por qué estás tan callado, Iván?”, me preguntó Carmen más tarde.

“Estoy cansado”, mentí.

“Bueno, descansa. Te pongo la tele”, dijo ella, yéndose a la cocina a guardar los platos que Lucía había lavado.

Me tumbé en el sofá, dándole vueltas a todo.

“Hoy no pude levantar a la niña para poner la estrella. Si el verano que viene viene al pueblo, ¿cómo le voy a alcanzar las ciruelas del árbol? Ya no tengo fuerza”.

Pero entonces decidí cambiar.

No quería recuperar la forma de mis veinte años, pero sí la suficiente para alzar a mis nietos sin esfuerzo.

Empecé a caminar cada día, sin falta. Encontré unas pesas viejas bajo la cama, cubiertas de polvo. Al principio costaba, pero poco a poco le tomé el gusto. Hasta me animé a hacer dominadas en el parque, junto a los chavales.

Las fuerzas volvieron. Para el verano, me sentía renovado. En la huerta, limpié todo el desorden y monté un pequeño parque infantil para los nietos.

Cuando llegó agosto, Pablo trajo a los niños. Mari Carmen se emocionó con los columpios. Antonio también. Pasamos el día entero juntos: jugando en el jardín, yendo al río, haciendo castillos de arena…

Al día siguiente, Antonio me señaló una rama alta:

“Abuelo, ¿me alcanzas esa ciruela?”.

“¡Claro! Pero mejor la coges tú”, dije, levantándolo en volandas.

Con sus manitas, arrancó tres ciruelas.

“¡Yo también, abuelo!”, gritó Mari Carmen, aplaudiendo.

“Pues arriba vas”, la levanté sin esfuerzo, riendo. “¡El abuelo todavía puede con todo!”.

Moraleja: Nunca pierdas la esperanza. Mientras haya vida, hay oportunidades. Disfruta cada día, porque solo se vive una vez.

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