La puerta entreabierta
Cuando Lucía regresó del mercado, la puerta de su piso estaba entreabierta. No del todo abierta, sino como si alguien la hubiera dejado así a propósito, con precisión, como si hubiera entrado, observado un instante y luego se hubiera marchado sin decidirse a quedarse. O quizás aún seguía dentro.
Dejó las bolsas de la compra en el suelo y se quedó inmóvil. Su corazón latía con fuerza, pero en silencio. No escuchó ruidos, ni pasos. Solo el viento ligero que movía la esquina de la alfombra en el recibidor y un olor extraño, ajeno a su hogar. ¿Tabaco? ¿O simplemente el aire de la calle? Respiró hondo, pero el aire volvió a ser el de siempre.
Llevaba tres años viviendo sola. Desde que Javier se marchó—primero a un piso de alquiler, luego a otra ciudad, después a una vida que ya no era la suya. Él le escribió dos veces. La primera, para pedirle una chaqueta que había dejado; la segunda, para decirle que se casaba. Ella no contestó. No por rencor, sino porque no supo qué decir cuando ya nadie le preguntaba. El dolor se había desvanecido, dejando solo una tristeza serena, como la nieve en un cristal: huellas borrosas que no se sabía de quién eran.
Avanzó despacio, recorriendo el pasillo. Todo parecía en su sitio. La chaqueta colgada en el perchero, el paraguas en el rincón, las cartas apiladas en la repisa. Ningún signo de desorden, ningún zapato fuera de lugar. Todo igual, y sin embargo, todo distinto. Cerró la puerta, echó el cerrojo y activó la alarma. La luz verde de la caja la tranquilizó un poco. Aunque, si alguien hubiera querido entrar, ya se habría ido. Aún así, quedó la sensación de algo extraño, como un eco leve a sus espaldas.
En la cocina, todo estaba como lo había dejado esa mañana. Los fogones apagados, una taza en el fregadero, un libro abierto en el alféizar. En el margen de una página, un doblez. Estaba segura de haber usado un marcapapeles, pero quizás se equivocaba. O tal vez alguien lo hojeó, hojeó su vida sin permiso. El aire mismo parecía diferente, como si alguien hubiera pasado sin hacer ruido, dejando tras de sí un vacío apenas perceptible. No miedo, solo la presencia de algo—o alguien—ajeno.
Al volver al recibidor, lo vio: en la mesa auxiliar, una fotografía antigua. No estaba enmarcada, solo era un papel desgastado, con una esquina doblada. Lucía se inclinó. Era una foto que había guardado hacía tiempo en un cajón. Ella y Javier, hacía diez años. Él la abrazaba por detrás, y ella reía. La habían tomado unos amigos durante un día de campo. Entonces todo parecía eterno. Ahora, esa imagen le resultaba ajena, como arrancada de otro tiempo. Y alguien la había dejado allí con intención.
La foto no podía haber caído sola. Alguien la había sacado, la había mirado, la había colocado ahí. ¿Se había ido después? ¿O seguía cerca? Lucía escudriñó la habitación, como si las sombras guardaran su rastro. No había escondido esa foto por rabia, sino porque ya no soportaba verla. Ahora, allí estaba, como un desafío. O una súbita disculpa.
Se sentó en el sofá, tomó el móvil. Nada en las llamadas recientes. Nada en los mensajes. Solo notificaciones del banco, palabras frías sin alma.
Se levantó y cerró la puerta del balcón—el viento aún se colaba dentro, moviendo las cortinas con suavidad, como una mano invisible. La tarde se desvanecía en la noche. Y entonces, un timbrazo. Un solo golpe, claro, como si quien llamara supiera que ella escucharía.
Lucía se acercó, miró por la mirilla. Nadie. Solo el rellano vacío, la luz de la bombilla desgastada. Pero en el felpudo junto a la puerta, había algo: una manta enrollada. La suya. La de ellos. Azul con rayas blancas. Parecía casi nueva, aunque la habían llevado a visitas, la habían tendido al sol en la playa, secado en la cuerda de la casa de campo. Recordaba su tacto, su olor. Recordaba las noches en la tienda de campaña, arropados bajo ella. La última vez que la lavaron juntos, riéndose después de una discusión absurda por el detergente.
Sobre la manta, un papel doblado. Tres palabras:
*«Perdón, no pude»*.
La letra era la de él. Reconocible en las «p» angulosas y las «t» inclinadas. Como si hubiera llegado hasta allí, pero no se atreviera a llamar otra vez. O como si supiera que ella entendería.
Permaneció un momento quieta, observando la puerta, la manta, sus propias manos temblorosas. Flores de recuerdos: su partida, el sonido de las llaves al caer en el cuenco del recibidor, las noches en las que temió el silencio. Finalmente, recogió la manta y la desplegó dentro de casa. Dentro, una llave. La antigua llave que él nunca le devolvió. Simple, lisa, con un arañazo junto a la base—un recuerdo de algo que habían compartido.
Lucía desactivó la alarma. Dejó la llave sobre la manta. Permaneció unos segundos mirándola, como si fuera un jeroglífico de algo que nunca terminó. Y entonces, se acercó a la puerta y, casi sin hacer ruido, la dejó otra vez entreabierta.
Por si acaso. O porque, quizás, aún quedaba alguna posibilidad.