María no sabía por qué le atraían tanto las estaciones de tren. Quizás porque los trenes nunca se retrasan —se van a su hora, incluso si tú no estás listo—. O tal vez porque en los andenes se respira mejor: el ruido, el movimiento, las caras desconocidas. Nadie te mira demasiado. Nadie hace preguntas. Todo es fugaz, como si la vida misma estuviera allí solo de paso. Y en esa fugacidad había algo reconfortante. Allí nadie sabía quién habías sido antes de esa mañana. Nadie preguntaba por qué tenías los ojos rojos ni por qué te temblaban las manos.
Tres veces por semana, después de su turno en el hospital, se acercaba a la estación de Atocha. Compraba un té en vaso de cartón, cogía un bollo y se sentaba junto a la ventana en la sala de espera. A veces solo se quedaba ahí, sintiendo el calor de la taza como la única cosa estable en su día. Otras veces escribía en una libreta —no pensamientos, solo palabras—, para comprobar que aún podía formar frases. A veces miraba el panel de salidas, no para irse, sino para recordar que podía. Podía marcharse. Podía volver. Podía ser alguien distinto. O, al menos, volver a ser ella misma, pero no la que había quedado atrás.
Hacía un año que su hermano había desaparecido. Salió de casa y nunca regresó. Ni llamadas. Ni notas. Ni cámaras de seguridad. Nada. Como si se lo hubiera tragado la tierra. La policía dijo: “Esto pasa. Los hombres a veces se van por su cuenta”. Rellenaron papeles, asintieron, lo olvidaron. Pero ella sabía que no se había ido. Había desaparecido. Como una luz que se apaga. De golpe. Sin aviso. Sin explicación. Como si alguien lo hubiera arrancado de su vida sin dejar ni rastro.
Su madre se vino abajo. Casi de inmediato. Se quedó mirando la pared, en silencio, sin comer. Su padre se encerró en sí mismo, hablaba entre dientes, como si la casa se hubiera vuelto ajena. Solo quedó ella: con fotos, con el último resto de su olor en una chaqueta, con preguntas que nadie respondería. La casa se llenó de eco. Todo lo que antes sonaba vivo ahora resonaba a vacío.
Los primeros meses buscó: llamó a hospitales, morgues, voluntarios. Puso carteles en las paradas de autobús. Miró a los ojos de los mendigos, esperando que uno de ellos se volviera y fuera él. Luego dejó de hacerlo. No porque se hubiera rendido, sino porque estaba cansada de esperar en vano. La esperanza, como el fuego, también se apaga si no le echas leña. Y entendió que la única manera de vivir era seguir respirando. Sin rumbo. Sin certezas. Pero respirando.
En la estación vio por primera vez al niño —un chaval de unos siete años, con una sudadera demasiado grande—. Estaba sentado junto a la pared, mordisqueando un bollo y clavando la mirada en el suelo. Tenía la cara pálida, labios finos y ojeras grises. La mirada, cautelosa, como la de un gato callejero: tensa, alerta. Al día siguiente, otra vez. Y luego, siempre. Le llevaba zumo, una libreta, un gorro. Él no hablaba. Solo asentía. A veces la miraba fijamente, como intentando entender por qué lo hacía. Como si llevara dentro una alarma: no dejes que nadie se acerque demasiado.
A las dos semanas, se sentó a su lado. Lento. Inseguro. Como se sienta alguien que hace tiempo que no prueba estar cerca de nadie.
—¿A quién has perdido tú? —preguntó, mirando al frente.
María se sobresaltó. Primero por la sorpresa. Luego por la pregunta. Se sentó a su lado y calló un buen rato. Como si temiera decir en voz alta lo que llevaba un año guardando dentro.
—A mi hermano. ¿Y tú?
—A mi madre. Hace tres años. Yo estaba durmiendo. Se fue y ya está.
Lo dijo con calma. Como si contara cuánto dura un capítulo de dibujos. Sin quejas. Sin emoción. Solo un hecho. Luego se levantó y se fue. Sin despedirse. Pero sin rechazo. Como suelen hacer los que están acostumbrados a que nadie se quede por mucho tiempo.
Desde entonces, se sentaban juntos. Casi siempre en silencio. A veces él dibujaba —con la punta del lápiz, en el margen de un periódico viejo—. Otras veces ella leía —no en voz alta, pero con una concentración suave en las líneas—. Otras veces solo miraban cómo se iba un tren. Uno tras otro. Como respiraciones. Sin prisa, como si la vida misma avanzara al ritmo de las partidas.
A veces él soltaba preguntas cortas: “¿Eres médica?”, “¿Siempre estás sola?”… pero apartaba la mirada en cuanto obtenía respuesta. María no insistía. No invadía su silencio. Notaba en él el miedo a confiar —frágil como un pájaro en un cable—.
María no le preguntaba dónde dormía. No porque no quisiera saber. Porque sentía que, si él quería, lo diría. Y quizá eso era precisamente la confianza: estar cerca sin pedir más que compañía.
Un día no apareció. Ni al siguiente. Ella recorrió la estación, buscándolo con la mirada, como se busca en una multitud un rostro familiar —por el perfil, por el andar, por algo indefinible—. Preguntó a los guardias, enseñó su foto en el móvil. Se tocaban la sien. “Aquí hay muchos niños. Cada uno con su historia”, decían, como si no fueran vidas, sino estadísticas.
A la semana lo encontró. En un paso subterráneo. Tumbado sobre un cartón, cubierto con la misma chaqueta que ella le había dado. Los ojos abiertos, pero la mirada turbia, vidriosa. Las mejillas pálidas, los labios agrietados. Respiraba. Pero apenas. Y ese aliento —débil, entrecortado— le rompió algo por dentro. Porque nadie, ni el más fuerte, debería respirar así solo.
En el hospital pasó cuatro días. Primero inconsciente, con una vía en el brazo delgado y una manta que se le caía. Las enfermeras decían que la fiebre no cedía, pero que su corazón era terco. María apenas se movió de su lado. Le acariciaba el hombro, le leía en voz alta, aunque supiera que no la oía. O quizá sí, pero no podía responder.
Hasta que un día abrió los ojos y dijo:
—Pensé que no vendrías.
La voz era débil, ronca, como salida de un lugar donde hacía tiempo que no se hablaba. Ella le apretó la mano con fuerza, como si quisiera tranquilizarlo a él… y a sí misma.
—Siempre vendré —dijo—. Siempre. Aunque calles. Aunque no me llames.
Un mes después, inició los trámites de acogida temporal. No fue fácil. Dudó, tuvo miedo, consultó a abogados. Releyó documentos, llamó a amigos, lo miraba dormir en el sofá y se preguntaba si tenía derecho a decidir por los dos. Hasta que entendió: él era su oportunidad. No casual, sino ganada a pulso. No para llenar un vacío, sino para dar sentido. No reemplazaba a su hermano. Ni debía. Pero era alguien que cada mañana la miraba esperando algo. Alguien que decía primero: “Buenos días”. Que preguntaba: “¿Hoy has sonreído?” como si eso importara. Y no solo a ella.
Pasaron dos años. Él ya iba al colegio. Vivía con ella. Llevaba una mochila con un bocadillo y una libreta de repuesto. Tenía una manta con ositos, una taza favorita con el esmalte descascarado y un cuaderno donde a veces dibujaba trenes, y otras veces solo sombreaba las esquinas cuando pensaba enY entonces, un día cualquiera, mientras esperaban el tren de las tres, él le pasó la taza de café caliente sin que se lo pidiera, como si finalmente hubiera aprendido que hay lugares y personas a las que sí se puede volver.