Las lágrimas ocultas de los hombres

—¿Adónde vas tan elegante? —preguntó el vecino al ver a Carlos con traje y corbata.

—Al graduación de mi hijo —respondió él.

—¡Vaya! Cómo crecen los hijos ajenos…

—Los propios también —sonrió Carlos.

—Es verdad… ¿Así que pronto te librarás de la pensión alimenticia?

Carlos miró al vecino de tal modo que a este le entró escalofrío:

—¿Qué tiene que ver eso?

—¿Cómo que qué tiene que ver? ¿No estás harto de darle dinero a tu ex?

—No estoy harto —soltó Carlos y, dejando al vecino desconcertado, se marchó.

Poco a poco, su buen humor volvió. Los recuerdos lo invadieron…

***

Aquel día en que su vida cambió bruscamente, Carlos estaba sumido en la apatía.

En teoría, todo era perfecto: hombre libre, buen sueldo, un piso estupendo, no le faltaban mujeres, el negocio iba viento en popa. Entonces, ¿por qué se sentía tan vacío? Nada lo alegraba. No tenía ganas de nada. Todo le daba igual.

Al salir de la oficina, notó que estaba a punto de llover. El cielo se cubrió de nubes y el viento arreció.

Llamó un taxi: lo último que necesitaba era empaparse.

Su coche, como por desgracia, estaba en el taller, y Carlos jamás había sido de llevar paraguas.

Se hundió en el asiento trasero y se perdió en su vacío interior.

El taxista hablaba sin parar, impresionado por su aspecto de cliente adinerado, mientras la radio sonaba con una canción melancólica…

A Carlos no le gustaba esa música…

Hasta que escuchó una letra que lo devolvió de golpe a la realidad.

*Viví sin pensar, sin ver el mañana,*
*como el vino loco que incendia la sangre.*
*Su amor era eterno, mi sueño sin mancha,*
*y nunca imaginé que pudiera acabarse.*
*Pero día a día, herida tras herida,*
*la fui lastimando sin darme cuenta,*
*y perdí su amor, su amor puro y santo,*
*en los días en que era mía de verdad…*

Un dolor agudo le atravesó el pecho. De pronto, supo la causa.

Lucía…

Luci…

Lu…

Así la llamaba en distintas etapas.

Su amor de instituto acabó en boda. Nadie creía que la guapísima Lucía Mendoza acabaría casada con Carlos Roldán, el gamberro más conocido del colegio.

Pero él sí lo creía. Sabía que sería así. Sin ella, no podía vivir…

Por ella estudió, por ella se esforzó, por ella se convirtió en lo que era.

Y ella…

Ella siempre estuvo ahí. Queriéndolo. Cuidándolo. Inspirándolo.

Le dio dos hijos.

Siempre serena, atenta, hermosa.

Sin reproches, sin quejas.

Era feliz con lo que tenía.

Y en algún momento, Carlos asumió que siempre sería así. Algo incuestionable. Que ella nunca se iría. Todo lo entendería, todo lo perdonaría. Estaría ahí pase lo que pase.

Y Carlos se dejó llevar. Llegó el dinero, los amigos, las fiestas hasta el amanecer…

Lucía callaba. No preguntaba. Lo asumía todo…

Criaba a sus hijos…

Él no se justificaba, no se disculpaba, no ayudaba.

Proveía.

Creía que con eso bastaba para que ella fuese feliz.

Se equivocó.

Un día, todo terminó con una frase:

—Carlos, ya no te quiero.

—¡Venga ya! —se aturdió—. Estás cansada. Vamos a cenar…

Ella puso los platos en la mesa y dijo con firmeza:

—No lo entiendes. Tenemos que divorciarnos. Ya no puedo ni quiero estar contigo.

—¡¿Y has pensado en los niños?! —exclamó Carlos, y hasta él mismo se estremeció por lo trillado de sus palabras.

—Claro. Deben vivir con amor… no en un matrimonio roto.

—¡Pues vete a tomar por saco! —rugió Carlos, agarró la chaqueta y se marchó.

Tres días desaparecido. Esperando que ella lo buscara, que llamara.

Lucía no dijo nada.

Volvió a casa y encontró maletas en el recibidor. Las de ella… y las de los niños.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Hacer las maletas —respondió Lucía con calma.

—¿Por qué?

Ella lo miró sorprendida.

—Para ya —hizo una mueca—. No hace falta… Yo me voy.

Y se fue.

Les dejó todo a ella y a sus hijos.

En su mente, no podía ser de otra manera.

Tras el divorcio, Lucía estuvo sola varios años. Él lo sabía. Por eso aparecía cuando quería, llevaba regalos a los niños, exigía respeto. Creía que se lo merecía.

Hasta que Lucía se volvió a casar.

Carlos se enfureció. ¿Cómo se atrevía? ¡Ella! ¡La madre de sus hijos! ¿No debía estarle agradecida por lo que le dejó, por la pensión, por su ayuda?

Y empezó a envenenarle la vida.

Sobre todo cuando bebía.

Algo que ocurría cada vez más.

Llamadas, mensajes ofensivos…

Hasta amenazas…

Lucía no reaccionó. Hasta que un día lo bloqueó en todas partes.

Entonces, empezó a acecharla por la calle…

Cuando volvía en sí, se odiaba por no controlarse, por hacer lo que jamás haría sobrio…

Pero, por mucho que le remordiera la conciencia, nunca pidió perdón. No podía mirarla a los ojos…

Poco a poco, su vida se llenó de odio. Hacia sí mismo, hacia Lucía, hacia el mundo entero…

Dejó de sentir. Olvidó cómo ser feliz.

Todo le daba asco…

***

Y ahora, esta canción…

—¿Quién canta esto? —preguntó Carlos con voz ronca.

—¿En serio, tío? ¡Es Antonio Orozco! ¿No lo conoces?

Carlos no respondió. Un minuto después, ordenó:

—¡Da la vuelta! ¡Ahora! ¡Rápido! —y dio la dirección de Lucía.

Al pasar por un supermercado, vio a una anciana con un cubo de claveles. Sus flores preferidas…

Paró el taxi, bajó corriendo. Le compró todas las flores, dejándole a la pobre señora más confundida que un turista en un chino…

Y ahí estaba, ante la puerta.

El corazón le latía tan fuerte que casi se le salía del pecho.

Emociones olvidadas lo desbordaban.

Se sentía vivo otra vez…

¡Sí! Solo así.

Carlos pulsó el timbre…

La puerta la abrió Lucía. Primero se sorprendió. Luego, asustó. Hasta que, al ver al gamberro desesperado que tanto amó, moviéndose nervioso de un pie a otro, esbozó una sonrisa. Entendió que Carlos no venía a armar bronca…

—Pasa —dijo, apartándose.

Carlos entró. Le tendió el ramo:

—Para ti. Sé que te gustan…

—Gracias —Lucía escondió la cara entre los claveles, inhalando su aroma.

—Cariño, ¿quién es? —salió de la cocina el marido de Lucía, con un delantal ridículo de dibujos animados.

Al ver a Carlos, el hombre se tensó al instante. La sonrisa se borró. Sus encuentros anteriores siempre terminaban mal.

—Lucía —susurró Carlos, mirándola a los ojos—, lo he entendido todo. Perdón. Me equivoqué. Ahora sé que destruí mi vida. Y mi felicidadCarlos sonrió al ver a sus hijos abrazando a su nuevo hermanito pequeño, el hijo de Lucía y Javier, y supo que, al fin, había encontrado su lugar en esa familia que nunca dejó de ser suya.

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