¿Dónde encuentras tu refugio?

**Diario de un hombre anónimo**

No sé por qué, pero últimamente me encuentro pensando en Lucía. No la conozco bien, pero su historia se me quedó grabada. Ella no entendía por qué sentía esa atracción hacia las estaciones de tren. Quizá porque los trenes nunca se retrasan—se van a su hora, aunque tú no estés listo. O quizá porque en los andenes respiraba mejor: el bullicio, el movimiento, las caras ajenas. Nadie te mira demasiado. Nadie pregunta. Todo es fugaz, como si la vida aquí solo estuviera de paso. Y en esa fugacidad había algo reconfortante. Allí nadie sabía quién habías sido antes de esa mañana. Nadie preguntaba por qué tenías los ojos rojos o las manos temblorosas.

Tres veces por semana, después de su turno en el hospital, pasaba por la estación de Atocha. Compraba un café en vaso de cartón, una magdalena, y se sentaba junto a la cristalera. A veces solo permanecía allí, sintiendo el calor del vaso como la única certeza del día. Otras veces escribía en un cuaderno—no pensamientos, solo palabras, para comprobar que aún podía ordenarlas. Otras, observaba el panel de salidas—no para viajar, sino para recordar que era posible. Marcharse. Volver. Convertirse en otra persona. O, al menos, en sí misma, pero no en esa que quedó atrás.

Hacía un año que su hermano había desaparecido. Salió de casa y nunca regresó. Ni llamadas. Ni notas. Ni cámaras de seguridad. Nada. Como si se lo hubiera tragado la tierra. La policía dijo: “Esto pasa. Los hombres a veces se van”. Firmaron papeles, asintieron, lo archivaron. Pero ella sabía que no se había ido. Había desaparecido. Como una bombilla al apagarse. De golpe. Sin advertencias. Sin explicación. Como si alguien lo hubiera arrancado de su vida sin dejar rastro.

Su madre se derrumbó. Se quedó en la cama, muda, mirando la pared. Su padre se encerró en sí mismo, hablando por los dientes, como si la casa ya no fuera suya. Solo quedó ella: con fotos, con el rastro de su olor en una chaqueta, con preguntas que nadie contestaría. El hogar se llenó de ecos. Lo que antes resonaba con vida, ahora sonaba a vacío.

Los primeros meses buscó: llamó a hospitales, morgues, asociaciones. Pegó carteles en paradas de autobús. Miró a los ojos de los sintecho, esperando que uno de ellos se volviera y fuera él. Hasta que dejó de hacerlo. No por resignación, sino por cansancio. La esperanza, como un fuego, también se apaga si no la alimentas. Y entendió que la única manera de seguir era respirar. Sin objetivo. Sin certezas. Pero respirar.

Fue en la estación donde vio al niño—un chaval de siete años, con una sudadera demasiado grande. Estaba sentado contra la pared, mordisqueando un bocadillo, mirando al suelo. Tenía la piel pálida, labios finos y ojeras profundas. Su mirada era cautelosa, como la de un gato callejero: tensa, desconfiada. Al día siguiente, volvió a verlo. Y luego, cada vez. Le llevó zumo, un cuaderno, un gorro. Él no hablaba. Solo asentía. A veces la miraba fijamente, como intentando descifrar por qué lo hacía. Como si llevara una alarma interna: no dejar que nadie se acercara demasiado.

Dos semanas después, se sentó a su lado. Lentamente. Inseguro. Como quien no recuerda cómo es estar acompañado.

—¿Tú también perdiste a alguien? —preguntó, sin mirarla.

Lucía se sobresaltó. Primero por la pregunta. Luego por la claridad con la que la hizo. Se sentó junto a él y guardó silencio. Como si decir en voz alta lo que llevaba dentro fuera un riesgo.

—Mi hermano. ¿Y tú?

—Mi madre. Hace tres años. Yo estaba durmiendo. Se fue y no volvió.

Lo dijo con naturalidad. Como si contara la duración de un programa de televisión. Sin lamentos. Sin énfasis. Solo un hecho. Luego se levantó y se marchó. Sin despedirse. Pero sin rechazo. Como hacen quienes están acostumbrados a que nadie se quede.

Desde entonces, compartieron silencios. A veces él dibujaba—con la punta de un lápiz, en los márgenes de un periódico viejo. Otras, ella leía—no en voz alta, pero con una concentración que delataba que las palabras la sostenían. A veces simplemente veían partir los trenes. Uno tras otro. Como respiraciones. Sin prisa, como si la vida misma se moviera al ritmo de las ruedas.

De vez en cuando, él hacía preguntas breves: “¿Eres médica?”, “¿Siempre estás sola?”, pero apartaba la mirada en cuanto recibía respuesta. Lucía no insistía. No invadía su silencio. Sentía su miedo a confiar—frágil como un pájaro posado en un cable.

Nunca le preguntó dónde dormía. No por indiferencia, sino porque intuía que, si quería decírselo, lo haría. Y quizá eso era la confianza: estar ahí, sin exigir nada más que compañía.

Un día no apareció. Ni al siguiente. Ella recorrió la estación, buscándolo como se busca un rostro familiar en la multitud—por el contorno, por el andar, por algo intangible. Preguntó a los guardias, enseñó su foto en el móvil. Le dijeron que estaba loca. “Aquí hay muchos críos. Cada uno con su drama”. Como si fueran cifras, no vidas.

Una semana después, lo encontró. En un paso subterráneo. Tendido sobre un cartón, tapado con la chaqueta que ella misma le había dado. Ojos abiertos, pero vidriosos. Labios agrietados. Respirando, pero apenas. Y ese aliento—entrecortado, débil—le partió el alma. Porque nadie, ni los más fuertes, deberían respirar así. Solos.

En el hospital estuvo cuatro días. Inconsciente, con un suero en el brazo y una sábana que nunca quedaba bien. Las enfermeras decían que la fiebre no cedía, pero que su corazón era terco. Lucía no se movió de su lado. Le acariciaba el hombro, le leía en voz alta—aunque supiera que no la oía. O quizá sí, pero no podía responder.

Hasta que un día abrió los ojos y susurró:

—Pensé que no vendrías.

La voz era áspera, como si saliera de un lugar donde las palabras habían estado dormidas. Ella le apretó la mano; no solo para calmarlo, sino para afirmarse a sí misma.

—Siempre vendré —dijo—. Aunque no me llames. Aunque no hables.

Un mes después, inició los trámites de acogida. No fue fácil. Dudó, consultó, temió. Releyó documentos, llamó a conocidos, lo observó dormir en el sofá y no supo si tenía derecho a decidir por los dos. Hasta que comprendió: él era su oportunidad. No un accidente, sino algo ganado con dolor. No para llenar un vacío, sino para darle sentido. No reemplazó a su hermano. No podía. Pero se convirtió en alguien que la miraba cada mañana esperando algo. Que decía “Buenos días” primero. Que preguntaba “¿Hoy has sonreído?” como si eso importara.

Han pasado dos años. Va al colegio. Vive con ella. Lleva una mochila con un bocadillo y un cuaderno de repuesto. Tiene una manta con ositos, una taza desconchada que adora y un cuaderno donde a veces dibuja trenes, y otras solo pinta esquinas cuando piensa en algo que no sabe expresar.

En la primera página escribió: «No sé dónde duermes, mamá. Pero ahora sé dónde despierto». Lucía guarda ese cuadernoLucía cierra suavemente el cuaderno, acaricia su portada desgastada y respira hondo, sabiendo que, a veces, las respuestas no están en lo que se encuentra, sino en lo que se construye día a día.

Rate article
MagistrUm
¿Dónde encuentras tu refugio?