**Diario de un Hombre Atrapado**
Mi esposa lleva seis meses viviendo con su madre “enferma” y no parece tener intención de volver a casa. Me acusa de no querer entenderla.
Seis meses. Ese es el tiempo que lleva mi mujer, Lucía, instalada en casa de su madre, que no hace más que fingir dolencias. Antes se quedaba tres semanas, pero ahora es demasiado. Y encima me reprocha que no la comprendo ni la apoyo.
¿Cómo voy a ayudar a mi suegra si su único objetivo es destruir nuestro matrimonio? Usa el método más viejo: ata a su hija con la mentira de su debilidad. Ya viví con esa mujer una vez. No cometeré el mismo error.
Cuando Lucía y yo anunciamos nuestra boda, su madre lo tomó con amargura. Nunca lo ocultó. No se atrevía a discutir abiertamente—no quería que su hija la viera como una mala madre—pero siempre buscaba provocarme, echándome en cara cualquier cosa.
No caí en su juego. Para empezar, apenas convivíamos. Teníamos nuestro piso en Madrid, donde comenzamos nuestra vida juntos. Claro, eso tampoco le gustaba. Es difícil controlar la vida de una hija que ya no depende de ti, ni de una nuera que no tiene por qué complacerte.
Pero mi suegra encontró otra estrategia. No es la primera en usarla: fingirse gravemente enferma para exigir atención constante.
Lucía, que nunca había sido manipulada así por su madre, se volvió vulnerable. La “pobrecita” tenía tantos males que cualquier hospital la estudiaría como caso único. Presión alta y baja, dolores de pecho, de espalda, crujidos de rodillas, desmayos… Al principio, creí que era estrés. Su hijo se había ido con otra mujer—yo—, así que era comprensible.
La primera vez que mi suegra “empeoró”, y Lucía llevaba una semana con ella, fui a ayudar. Pensé que era serio. Los primeros días, su actuación fue impecable.
Pero a los dos días noté algo: sus síntomas desaparecían en cuanto Lucía salía. Recobraba el ánimo, reía… Hasta que mi mujer volvía. Entonces, otra vez la agonía.
Se lo comenté a Lucía, pero no me creyó. Mi suegra era convincente. Yo, en cambio, no me tragué el teatro. Recogí mis cosas y me fui.
Lucía regresó días después, diciendo que su madre mejoró. Vaya coincidencia: mi suegra no pudo ocultar su alivio cuando me marché. Pero semanas después, la comedia recomenzó.
Me enfurecía. Cada vez que la señora “recaía”, Lucía se mudaba con ella indefinidamente. Solo “mejoraba” cuando yo sugería llamar a un médico. Nadie enfermaba tan seguido sin motivo.
Ahí estaba el truco. Si mi suegra intuía que un médico vendría, milagrosamente se recuperaba. Y una vez que Lucía se convencía de que su madre estaba “a salvo”, volvía a casa.
Llevamos seis meses así. Al principio hubo razón: una operación de rodilla. Se cayó hace dos años, y el médico recomendó intervenir para evitar futuros problemas.
Lucía se quedó para cuidarla. Era lógico. Pero pasó una semana, luego un mes… y nada. Mi suegra empezó a fingir secuelas. Podía caminar, pero le contaba a Lucía que se tropezaba sola y apenas podía levantarse.
Seis meses después, Lucía sigue ahí, creyéndoselo. Ningún médico halla nada. La operación fue un éxito, la mujer camina bien—sin correr, pero sin muletas. Pero qué sabrán los médicos, ¿no?
Le di un ultimátum: o volvía a casa o yo pediría el divorcio. Ahora me llama egoísta, dice que no la entiendo. “No estoy con un amante—dice—, estoy con mi madre, que me necesita”.
Mis amigos me preguntan por qué espero, que es obvio lo que debo hacer. Quizá tengan razón. Por fin veo claro lo que siempre supe: el sentido común de mi esposa no va a ganar esta batalla.
**Lección aprendida:** El amor no debería ser un campo de batalla donde la lealtad se mide por ceder ante el chantaje. A veces, el acto más valioso es soltar a quien elige quedarse atrapado.