La tenía frente a él una conversación difícil.
Tras la ventana, las luces de los coches parpadeaban mientras los transeúntes apuraban el paso, pero Álvaro se quedó solo con sus pensamientos. Aquel día se sentía especialmente abatido, aunque nadie lo notaría en su apariencia.
Pensaba en Lucía. Llevaban juntos varios años, y hasta entonces todo parecía perfecto. Hacía lo imposible por hacerla feliz: regalos costosos, cenas con velas, detalles constantes. Pero últimamente notaba un cambio. Lucía se había vuelto distante, ensimismada, y sus conversaciones eran cada vez más breves y escasas.
Álvaro intentaba entender qué había pasado. ¿Habría hecho algo mal? ¿O quizás su excesiva atención la agobiaba? No encontraba respuestas, y la desesperación lo invadía.
Recordó el día que se conocieron. Fue en una fiesta, como tantas otras a las que solía ir. Lucía le llamó la atención al instante: su belleza, su seguridad, su forma de ser tan distinta a las demás mujeres que había conocido. Ella tenía sus propias ideas, sus pasiones. Álvaro supo que quería conocerla mejor, y poco después comenzaron a salir.
Al principio fue maravilloso. Pasaban horas juntos, viajaban, disfrutaban de la vida. Cada momento a su lado lo llenaba, convencido de que su relación iba por buen camino. Pero poco a todo lo notó en ella: sonreía menos, tardaba en responder sus mensajes. A veces tenía la sensación de que solo aguantaba su presencia.
Era doloroso, pero Álvaro lo ocultaba. Seguía esforzándose por recuperar lo perdido, aunque cada vez que intentaba hablar, Lucía lo evitaba con excusas: el trabajo, el cansancio.
Hoy había sido especialmente duro. Lucía había salido con sus amigas, dejándolo solo otra vez. Sabía que era normal, que todos necesitaban espacio, pero el dolor en su pecho era real. Sentía que la estaba perdiendo y no sabía cómo evitarlo.
La amaba y deseaba su felicidad, aunque sospechaba que sus esfuerzos ya no servían de nada. En el fondo, esperaba que un día ella abriera su corazón y le contara la verdad. Mientras tanto, solo le quedaba esperar.
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Lucía estaba sentada en una terraza, rodeada del bullicio nocturno de la ciudad. Podría estar con Álvaro, su novio, el hombre perfecto en teoría: guapo, inteligente, detallista… El sueño de cualquiera. Pero no, se sentía vacía.
Todo empezó años atrás, cuando conoció a Álvaro en una fiesta. Él destacaba: seguro, carismático, con esa habilidad para cautivar. Al principio le halababa que un hombre así se fijara en ella.
Recordó el momento en que se cruzaron sus miradas entre la multitud. Entonces creía que el amor debía ser intenso, impetuoso. Pero con Álvaro fue distinto. Su relación avanzó lenta, calculada, metódica. Salían, viajaban, él la colmaba de atenciones. Todo encajaba, pero dentro de ella había un hueco.
Le gustaba que Álvaro la respetara, que resolviera problemas, que estuviera en los momentos difíciles. Pensaba que el cariño llegaría con el tiempo. Pero el tiempo pasó, y en su lugar creció el hastío. Cada gesto de él le resultaba fingido, hasta su sonrisa.
Y lo peor: empezó a compararlo con otro.
Javier. Amigo de la infancia, torpe, siempre metido en líos. Ella lo consideraba solo un cómplice, alguien con quien reírse y desahogarse. Pero ahora él llenaba sus pensamientos más que Álvaro. Sus charlas interminables, sus risas tontas, su apoyo incondicional. Lucía sabía que Javier llevaba años enamorado de ella, pero nunca le dio importancia.
Intentando entenderlo, repasó los últimos meses. Álvaro la exasperaba. Sus muestras de cariño, antes tiernas, ahora le parecían asfixiantes.
Sabía que debía hablar con él. Decirle que su relación no tenía futuro. Pero confesarle sus sentimientos por otro la hacía sentirse miserable. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?
Una lágrima resbaló por su mejilla. La secó rápido, sin querer llamar la atención. Se odiaba por su debilidad, por haberse liado con sus propias emociones. Pero, a pesar de todo, sabía que debía arreglarlo. Tarde, duro, pero necesario.
Se levantó y salió del bar. Le esperaba una conversación difícil con Álvaro, y su vida cambiaría después. Pero quizás, por fin, sería el primer paso hacia la felicidad que llevaba años ignorando.