La suegra que luchó contra mí por su hijo… y hasta contra su propio nieto
A la madre de mi marido la llaman Carmen Fernández. Desde el primer momento supe que era una mujer de carácter, y no me equivoqué. Desde el principio, en lugar de verme como su nuera, me vio como una intrusa, una rival que le arrebató a su único y querido hijo. Pensé que sería algo pasajero, un simple ataque de celos: una madre cansada y sola que temía perder su lugar en el corazón de su hijo. Pero jamás imaginé que llegaría a competir no solo conmigo… sino también con su propio nieto.
Tras conocernos, mi madre me susurró con voz temblorosa:
—Marchaos lejos, quizá así podáis vivir en paz. Mientras ella esté cerca, no habrá tranquilidad.
Por desgracia, llevaba razón.
Vivíamos en un piso que mi marido, Pablo, había heredado de su abuela. Y quedaba a solo diez minutos caminando de casa de su madre. Así que, en la práctica, vivía con nosotros. Podía aparecer a las siete de la mañana un sábado —«He hecho empanadas, tenía que traerle algo a mi hijo»—. O llamar casi a medianoche —«Me ha dado un dolor en el pecho, estoy asustada»—. A veces, volvía del trabajo y ya la encontraba sentada en el banco de la entrada, esperando para subir con nosotros.
Aguanté mucho tiempo. Callé, apreté los dientes, sonreí como me habían enseñado. Hasta que un día le dije a Pablo:
—Cariño, esto no puede seguir así. Necesitamos intimidad, paz. Háblale.
Él lo hizo. Y al día siguiente lo entendí, cuando recibí una llamada entre sollozos que nunca olvidaré:
—¡No tienes corazón! ¡Quieres arrebatarme a mi hijo!
Después de eso, Carmen cambió de estrategia. Ya no venía sin avisar… ahora reclamaba a Pablo. Constantemente. Que la tensión, que el corazón, que se aburría. O hacía una tortilla «como a él le gusta» —¿cómo iba a negarse?—. Mi marido salía con remordimientos y volvía una hora después, a veces más tarde.
Mi madre decía que solo había dos opciones: divorcio o resignación. Elegí aguantar. Me hice invisible. Hasta que me quedé embarazada.
Entonces Pablo despertó. Cariñoso, atento, el marido perfecto. Pero cuanto más feliz era yo, más oscura se volvía mi suegra. Y empecé a notarlo: no solo me envidiaba a mí… sino también al niño.
El día del alta del hospital, Pablo casi llega tarde. Su madre le llamó al amanecer, histérica: que se encontraba mal, que el corazón le latía fuerte, que se moría. En vez de llamar a un médico, llamó a su hijo. Él corrió, avisó a una ambulancia, pero los médicos solo encogieron los hombros: algo de tensión, nada grave. Llegó al hospital tarde, despeinado y avergonzado. En ese momento lo supe todo.
Cuando llevamos al bebé a casa, Carmen vino a conocerlo. Pero no miró al niño. Se paseó por la casa, quejándose de su soledad, repitiendo lo mucho que sufría y exigiendo que Pablo «visitará más a su madre, en lugar de encerrarse aquí». Hasta su propia hermana perdió la paciencia:
—Carmen, ¿estás en tus cabales? ¿No ves que hay un recién nacido? Esto es una celebración. ¿Qué demonios haces?
Era solo el principio. Cada cumpleaños, celebración o viaje, Carmen tenía una nueva «emergencia». Y no eran simples berrinches: montaba auténticos dramas. Llamadas con lágrimas falsas, chantajes emocionales, escenas.
Cuando me despidieron del trabajo por recortes, me quedé en casa con el niño. Pablo se mataba a trabajar, salía temprano y volvía tarde. Los únicos momentos con su hijo eran los fines de semana. Pero ni esos dos días nos dejaba mi suegra. Que si arreglar un grifo, que si mover un armario, que si solo «pasar un rato».
No pude más. La llamé yo. Firme, serena:
—Carmen, Pablo solo tiene dos días para estar con su hijo. Irá a verte, pero después. Déjale ser padre.
¿Y saben qué me contestó?
—Toda la vida por delante tiene para ser padre. Pero madre solo hay una. Y quién sabe si este niño será el último…
En ese instante lo entendí todo. Para ella, nadie importaba: ni el nieto, ni la nuera, ni siquiera los sentimientos de su propio hijo. Solo ella.
El colmo llegó el día del cumpleaños del niño. Carmen exigió que Pablo fuera «a arreglar una fuga». Ese mismo día. Cuando él se negó, montó un espectáculo: gritos, amenazas, un «ataque» teatral. Fue la gota que colmó el vaso.
Por primera vez, Pablo perdió los papeles. Le dijo:
—Mamá, tengo una familia. Y no permitiré que la destroces. Te quiero, pero no volveré a acudir cada vez que chasquees los dedos.
Me echó la culpa, claro. Porque nunca era ella la culpable. Pero yo no dije nada. Ella misma lo había destruido todo. Con sus manos. Con su egoísmo.
A veces pienso… si hubiera sido cercana, amable, humana… quizá hoy seríamos una gran familia. Pero ahora solo queda tierra quemada entre nosotros.