Todo será como yo quiera

Doña Carmen López se balanceaba suavemente en su mecedor, con sus agujas de tejer en las manos. A su lado, en el viejo sofá del salón, su nieto dormía plácidamente. Lo observaba con ternura y una quieta satisfacción. “Ahí está, creciendo fuerte y sano, todo gracias a mis esfuerzos”, pensaba para sí.

Doña Carmen siempre se enorgullecía de su habilidad para ahorrar. En su juventud, cuando se casó con su marido Manuel, cada céntimo contaba. Pero fue en esos años difíciles donde aprendió a encontrar alegría en lo sencillo y a valorar lo que tenía. Sabía cómo preparar platos deliciosos con pocos ingredientes, cómo remendar la ropa para que durara años y, sobre todo, cómo criar a sus hijos con amor sin derrochar.

Ahora, su hija Lucía estaba casada con Adrián, y a Doña Carmen le dolía ver que él no entendía el valor del ahorro. Adrián ganaba bien, pero, en su opinión, malgastaba el dinero. Juguetes nuevos, pañales caros, ropa de marca… todo le parecía innecesario. “Antes se paría en el campo y no pasaba nada”, solía decir, recordando los tiempos en los que se vivía con lo justo.

Miró al pequeño, vestido con un jersey bien conservado que le había regalado una vecina. “¿Para qué gastar en cosas nuevas si las de antes sirven igual?”, reflexionaba. Veía que Lucía intentaba seguir sus consejos, pero Adrián se mostraba impaciente. Él compraba sin parar, sin entender que lo importante no era tener más, sino saber aprovechar lo que ya tenían.

Doña Carmen suspiró y siguió tejiendo. “La juventud de ahora es diferente—pensó—. Todo lo quieren nuevo, caro, de marca. Y sin embargo, antes la gente era feliz con muy poco”. Recordó cómo había criado a Lucía, enseñándole a trabajar duro y a no malgastar.

Adrián, en su despacho, miraba por la ventana mientras el cielo se teñía de oscuridad. El trabajo era rutinario, pero hoy no lograba concentrarse en los informes. Su mente volvía una y otra vez al conflicto en casa. Lucía y su suegra, Doña Carmen, habían convertido su vida en una lucha constante por cada euro gastado.

Hubo un tiempo en que vivían con estrecheces, casi en la pobreza. El ahorro era su única salida. Entonces tenía sentido: apenas llegaban a fin de mes. Pero las cosas cambiaron cuando Adrián consiguió un mejor trabajo. Ahora ganaba lo suficiente para vivir cómodamente, sin temor a las facturas. Sin embargo, Lucía y Doña Carmen seguían actuando como si cada céntimo fuese su último.

A Adrián le exasperaba que, cada vez que intentaba hacer algo bueno por su familia, encontrara resistencia. Si compraba un vestido a Lucía, ella buscaba uno más barato. Si cambiaba de móvil, ella insistía en que el antiguo aún servía. Todo ello sazonado con los sermones de Doña Carmen sobre cómo “antes se vivía sin tantos lujos”.

Pero el verdadero desafío llegó con el nacimiento de su hijo. Adrián creía que era momento de darle lo mejor, pero Lucía se negaba a comprar pañales de calidad, prefiriendo los trapos de tela “de toda la vida”. Ahorraba en todo, desde la comida hasta la ropa del niño.

Adrián intentó razonar: tenían recursos para darle seguridad y comodidad al pequeño. Pero sus argumentos chocaban contra un muro. Lucía seguía firme, y Doña Carmen la respaldaba con sus historias de “los tiempos difíciles”.

Una noche, tras otra discusión, Adrián decidió actuar. Organizó una conversación en familia y trató de explicar que el dinero estaba para mejorar sus vidas, no para guardarlo eternamente. Habló de la importancia de cuidar bien al niño, de que el ahorro debía ser sensato, no extremo.

Pero una vez más, sus palabras cayeron en saco roto. Lucía y Doña Carmen no cedieron. “Antes se vivía con menos y no pasaba nada”, insistían. Adrián sintió cómo la frustración crecía dentro de él. Sabía que discutir no llevaría a nada. ¿Pero qué hacer entonces?

Cambiar a su mujer era imposible. “No voy a divorciarme por esto”, pensó. Sin embargo, mientras miraba el cielo oscuro desde su despacho, una determinación se afianzó en su corazón.

“No lo conseguirán—murmuró Adrián en voz alta—. No les entregaré a mi hijo. ¡No me rendiré! Todo será como yo decida.”

Y así, entre generaciones y costumbres enfrentadas, Adrián comprendió que, a veces, el camino no es imponer ni ceder, sino encontrar el equilibrio entre lo nuevo y lo tradicional, porque al final, lo que importa no es cuánto se tiene, sino cómo se vive con ello.

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Todo será como yo quiera