Hice lo que creí correcto.

*La luz del teléfono iluminó el rostro de Lucía con un brillo fantasmal.* *«Aló, Laura, no puedo hablar mucho… ¡A Javier lo están pegando!»* Las palabras resonaron como un trueno en medio de la calma. Lucía sintió cómo el mundo se detenía, los dedos apretando el dispositivo hasta blanquear los nudillos. El corazón le golpeaba el pecho, un latido frenético que quemaba como fuego. No tuvo tiempo de preguntar. La llamada se cortó.

Javier había salido esa noche con su amigo Raúl a tomar unas cervezas al bar de siempre. Un viernes cualquiera en Madrid. Hasta que dejó de serlo.

Lucía salió disparada de casa, las llaves arañando el aire mientras corría hacia su coche. Marcaba el número de Javier una y otra vez. Silencio. La angustia crecía como una marea. Al fin, logró contactar a Raúl, cuya voz temblorosa confirmó lo peor.
*«¡¿Cómo cojones lo dejaste solo?!»* chilló Lucía, las lágrimas cortándole la voz. *«¡¿Por qué no hiciste nada?! ¡Llamaste a mí en vez de a la policía!»*

Raúl balbuceó excusas, hablando de miedo, de pánico, de no saber cómo reaccionar. Cada palabra lo pintaba más cobarde, y a Lucía le ardía la sangre.
*«¿Te escondiste como un ratón, eh? ¡Y mi marido quedó ahí, solo!»* escupió, sin dejarle respirar.

Cuando llegó al lugar, solo quedaban los faroles iluminando la acera vacía. Una furgoneta de la policía se llevaba a Javier sin explicaciones. Lucía se quedó en medio de la calle, sintiéndose más pequeña que un grano de arena.

Al día siguiente, en la comisaría, le dijeron que lo habían detenido por *alteración del orden público*. Un testigo anónimo habló de una pelea, pero nadie mencionó a los *quinquis* que los atacaron. Todo parecía culpa de Javier y Raúl.

*«¡Él es la víctima!»* gritó Lucía ante los agentes indiferentes. Mientras, Raúl dormía plácidamente en su casa, como si nada hubiera pasado.

Pasó el día entero rastreando testigos, hasta que un tendero confirmó la verdad: *«Vi cómo tres tíos se le echaron encima»*. Fue suficiente para liberar a Javier.

Esa noche, frente a la comisaría, Lucía lo abrazó, transmitiéndole fuerza con cada fibra de su ser. Pero por dentro, la rabia hervía. No perdonaría a Raúl. Javier tuvo suerte de salir con vida.

La llamada de Javier a Raúl fue corta y amarga:
*«¿Cómo pudiste mirar y no hacer nada?»*
*«No lo sé, Javi… El miedo me paralizó»*, musitó Raúl. *«Soy un cobarde. Lo siento, pero… hice lo que creí correcto.»*
Javier colgó. *«Un amigo que no es capaz de dar la cara… no es un amigo.»*

Pero Raúl insistió: la cobardía no era elección, sino naturaleza. Toda su vida huyendo de conflictos, *«como un niño asustado»*. Esa noche solo lo confirmó. *«Podríamos tomar una cerveza, olvidarlo…»* sugirió, ingenuo.

No hubo perdón. Javier borró su número. Algunas traiciones no se lavan con alcohol.

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MagistrUm
Hice lo que creí correcto.