Soy solo una madre. Sin derecho al amor, sin tiempo para mí.
Mi hija Lucía cumplió dieciséis años. El pequeño, Pablo, tiene doce. Ya casi son adolescentes. Y yo sigo siendo solo su madre. Ni mujer, ni persona con sueños y derecho a una vida propia. Simplemente, mamá. Por las mañanas, el colegio y los desayunos. Por la tarde, el trabajo. Por las noches, actividades extraescolares, deberes y la cocina. Y al final del día, el cansancio y las lágrimas ahogadas en la almohada. En silencio, para que nadie las escuche.
Con su padre, Javier, nos separamos hace cinco años. Sin escándalos. Sin juicios. Solo me dijo un día que me había perdido en la maternidad, que entre nosotros ya no quedaba pasión. Aunque la verdad era otra: él ya hablaba con otra mujer, una que, al parecer, conocía desde hacía tiempo.
No quise hacer un drama delante de los niños. Les dije que sería mejor así, que ahora tendrían dos hogares. Lo pasaron mal, claro. Lucía dejó de comer, Pablo se encerraba en sí mismo. Pero con el tiempo se acostumbraron. Yo siempre estaba ahí. Él, en cambio, aparecía de vez en cuando: un paseo, una cafetería, el cine. Se mudó a un piso en Valencia, vivía con esa mujer. No invitaba a los niños—decía que no era el momento para presentarles a su nueva pareja. No puse pegas. Que se vieran, que mantuvieran el vínculo. Aunque por dentro me destrozaba.
Pero tarde o temprano lo supieron. De la boda. De la nueva mujer. Lucía lloró toda esa noche y, a la mañana siguiente, me miró con dolor y desprecio, como si la traidora fuera yo. Con Pablo fue peor—se encerró en su mundo, dejó de contarme hasta las cosas más pequeñas. No les culpaba. Les dolía. Pero a mí también.
Luego llegó Navidad. Salí con mis compañeras de trabajo, a la cena de empresa. El restaurante estaba lleno, música, luces, gente. Nos reímos. Por primera vez en años, me permití ser yo misma.
Y fue entonces cuando lo conocí. A Daniel. No un Adonis, pero con una mirada cálida, sincera. Era mayor, vivía solo, su hijo ya era adulto y no dependía de él. Hablamos, le di mi número. Y todo empezó.
Me traía flores. Me decía que era hermosa. Sin motivo. Me preguntaba cómo había ido mi día. Sin exigencias, sin juicios. Yo escondía esos ramos como una adolescente. Guardaba los regalos en el armario. Me quitaba el perfume antes de volver a casa. Sentía que engañaba a todos—especialmente a mis hijos. Me había prometido que, hasta que fueran mayores, no daría ni un paso hacia mi propia felicidad.
Mi madre lo sabía. Solo ella. Era quien cuidaba de los niños cuando yo escapaba a escondidas para verlo. Pero un día… se le escapó. En una charla con Lucía, mencionó que salía con un hombre. Lucía estalló.
—¡Eres igual que él!—gritó—. ¡Nos mentiste! ¡Eres una hipócrita!
Me quedé muda. Mi niña, mi orgullo, me lanzaba palabras como cuchillos, cada una clavándose en lo más hondo. Y Pablo… se encerró en su habitación. Desde entonces, apenas me habla.
Intenté explicarme. Que seguía siendo su madre. Que también necesitaba cariño. Que Daniel era buena persona, que no quería ocupar ningún lugar, solo estar ahí. Pero Lucía no escucha. Para ella, soy una traidora.
Daniel habla de irnos a vivir juntos. De casarnos. Quiere un futuro a mi lado. Y yo… estoy atrapada. Porque mi hija me pone un ultimátum: o él, o ellos. Y me desgarro.
El corazón me dice que merezco amor. La maternidad grita que ellos son lo primero. Pero ¿acaso no soy también una persona? ¿Ser buena madre significa renunciar para siempre a ser mujer?
Tengo miedo. Miedo de perder mi última oportunidad de ser feliz. Miedo de fallarles. Miedo de quedarme sola. Y el tiempo se agota…
¿Qué hago? ¿Cómo hacerles entender que puedo ser madre y querer a alguien al mismo tiempo? ¿Cómo no perderme a mí misma por aquellos por los que llevo años viviendo, luchando, respirando?
Chicas, si habéis pasado por esto, decidme algo. Quizá conocéis el camino. Porque yo… estoy harta de ser una sombra.