La abuela no ve a mis hijos como verdaderos nietos porque no soy su hija.

Siempre creí que habíamos tenido suerte, mi marido y yo. Y también con su familia. Javier es un hombre bueno, tranquilo y equilibrado. Su madre, Carmen María, una mujer culta y respetuosa, que sabía mantener los límites sin entrometerse. Nunca me dijo las cosas a la cara, todo con tacto, con educación. Éramos amigas, de verdad. Ni siquiera en los pequeños detalles había conflictos, y yo, ingenuamente, pensaba que era la “suegra perfecta” de la que hablan los cuentos.

La hermana de Javier, Lucía, vivía en Barcelona. Se había casado años antes, pero no tenía prisa por tener hijos. Quería viajar, centrarse en su carrera. Así que los primeros nietos de la familia fueron los nuestros, Diego y la pequeña Alba.

Mis suegros los adoraban. Regalos, cumpleaños, atención, fotos por todas las paredes… Todo pintaba el cuadro de una familia unida. Hasta Alba llamaba a su abuela “mamá segunda”. Yo me sentía afortunada de que mis hijos recibieran tanto cariño. Y Carmen María solía decirme:

—Habéis hecho que seamos los más felices. Tienes unos hijos maravillosos. Ojalá Lucía también nos dé esa alegría algún día.

Y ese día llegó. El año pasado, Lucía llamó para anunciar que estaba embarazada. La casa estalló de felicidad: lágrimas, llamadas a toda la familia, discusiones sobre nombres. Hasta Alba corría por el salón gritando: “¡Voy a tener un primito o una primita!”

Pero, como suele pasar, las grietas se notan cuando la alegría es demasiado grande.

Todo empezó con un paseo por el parque. Estaba con Diego dándole pan a los patos del estanque cuando me encontré a una vecina, Rosa, con quien solía hablar antes de mudarnos. Cambiamos dos palabras y, de pronto, me soltó:

—¿Y ya ha nacido el bebé de Lucía?

—No, cualquier día ahora —respondí, sonriendo.

Entonces ella dijo algo que me heló la sangre:

—Bueno, ahora tu suegra por fin tendrá nietos de verdad. Ya verás cómo todo cambia.

—¿Qué quieres decir con “de verdad”? —pregunté, sin creer lo que oía.

—Pues que tú no eres su hija. Es distinto. Cuando es la propia hija, es más natural, más cercano. Ya lo verás.

Me fui de allí como aturdida. Esa frase, aparentemente inocente, me dejó el corazón hecho trizas. ¿Quiere decir que mis hijos no son “de verdad”? ¿Porque vinieron de su hijo y no de su hija? Y si lo piensa la vecina, ¿lo pensará también mi suegra, tan sabia y buena?

No podía quitarme esas palabras de la cabeza. Recordaba cada gesto de Carmen María con Alba en brazos, cada partida de cartas con Diego, cuando los llamaba “su alegría”. ¿Era todo mentira? ¿O acaso iba a cambiar ahora?

Lucía tuvo un niño, al que llamaron Raúl. Y, efectivamente, las cosas fueron diferentes. O al menos empecé a notar lo que antes no veía.

Las fotos de Diego y Alba desaparecieron de los marcos, reemplazadas por retratos de Raulito. Las invitaciones a comer se volvieron menos frecuentes. Y en las conversaciones siempre salía: “Lucía dice que…”, “Raúl es tan listo…”, “Ojalá Alba y Diego tomaran ejemplo de su primo”.

No es envidia. No son celos. Es dolor.

Porque yo lo di todo. Porque creí en esa relación. Porque mis hijos son tan nietos como cualquier otro, aunque vengan de su hijo. Y ahora me pregunto: ¿habrá algo de verdad en las palabras de Rosa? ¿En serio hay suegras que dividen a los nietos en “de verdad” y “de segunda”?

No quiero peleas. No quiero discusiones. Pero la amargura sigue ahí. La tristeza de pensar que, quizás, hasta el amor tiene condiciones. Incluso para los niños. Incluso para los nietos.

Chicas, ¿os ha pasado algo así? ¿Han hecho diferencias con vuestros hijos? ¿O será solo que estoy viendo fantasmas donde no los hay?

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MagistrUm
La abuela no ve a mis hijos como verdaderos nietos porque no soy su hija.