El marido ideal que nunca existió

El mejor marido es el que no existe

Marina había dejado de creer en milagros hacía tiempo. Seis años habían pasado desde el divorcio. Seis inviernos, primaveras, veranos y otoños interminables. Su hija se había casado hacía un año y se mudó a Barcelona, llamaba poco, y las conversaciones se reducían a “mamá, todo bien”.

Pero nadie preguntaba por el “todo bien” de Marina. Tenía solo cuarenta y dos años, una edad en la que una mujer florece, aprende a respirar de nuevo. Pero ¿de qué servía ese florecer si no había nadie con quien compartirlo?

Sabía hacer de todo — cocinaba delicioso, encurtía pepinos y tomates de un modo que hacía babear a los vecinos. El balcón estaba lleno de tarros de conservas, como una exposición de su soledad. “¡No voy a pudrirme entre cuatro paredes, siendo tan guapa!”, bromeaba con sus amigas. Y ellas respondían: “¡No lo hagas! ¡Busca! ¡Mira cuántos hombres hay por ahí!”.

Y alguien susurró: “Ve a una agencia matrimonial. Dicen que encuentran al candidato perfecto. Se llama de manera hermosa: ‘El mejor marido'”.

Marina resopló, escéptica: “Qué ridículo. Como ir de compras — elige, pruébalo, devuélvelo”. Pero luego recordó sus cuarenta y dos años y el tictac de los relojes de la abuela en la pared, sonando como la eternidad. Y fue.

La recibió una mujer con un chaleco escarlata y gafas en forma de corazón.

—Aquí todo es en serio — dijo, sonriendo. — Seleccionamos candidatos, te los entregamos por una semana. Si te gusta, lo conservas; si no, lo devuelves.

—¿En serio, “entregamos”? — bufó Marina.

—¡Sí! Vive contigo. Así ves de inmediato si es el indicado. Ahorramos tiempo. No hay locos, todo está verificado.

Marina, inesperadamente, se entusiasmó. Eligieron cinco. Pagó. El primero llegaría esa misma noche.

Sacó del armario su vestido verde — “el color de la esperanza”, como decía su madre. Se puso unos pendientes de circonitas guardados en una vieja caja de perfume. Algo entre emoción y miedo latía en su pecho.

¡Ding! — el timbre. Marina miró por la mirilla. Rosas. Un ramo enorme. El corazón le dio un vuelco. Abrió la puerta. El hombre era tan guapo como en la foto, con traje y una sonrisa segura. Se sentaron a la mesa, la comida lista — ensaladas, carne, un pastel…

Probó la ensalada y frunció el ceño:
—Demasiado salada.

La carne —
—Está dura.

El vino —
—¿Qué chatarra es esta?

Luego se levantó, recorrió el piso con aire de crítico:
—La decoración es muy sencilla. Hay que renovar la cocina.

Marina tomó el ramo y se lo devolvió con calma:
—No me gustan las rosas. Que te vaya bien.

Esa noche lloró un poco. Fue doloroso. Pero aún quedaban cuatro.

Al día siguiente llegó el segundo. Olía a alcohol.
—¿Ya empezaste a celebrar el encuentro? — preguntó Marina con cautela.
—¡Anda ya! Enciende la tele, ¡que empieza el partido!

—Míralo en tu casa — contestó secamente, cerrando la puerta tras él.

El tercero vino dos días después. No era guapo, llevaba zapatos sucios y una chaqueta desgastada. Marina tuvo ganas de echarlo de inmediato, pero por educación decidió darle comida.

Comió rápido, con deleite. Alabó cada plato. Y al probar los encurtidos, exclamó:
—¡Esto es una obra maestra, mujer! ¡Nunca comí algo así!

El sonido del reloj de la abuela llamó su atención.
—¿Qué es ese chirrido?
En un instante estaba sobre un taburete con un destornillador. En quince minutos, el reloj marchaba perfectamente. Marina lo miraba y pensaba: “Este es. El indicado. Puede que no sea guapo, pero tiene habilidad. El tercero, número de la suerte”.

Esa noche salió del baño, con su ropa interior favorita de rosas. Y él… ya dormía. Vestido. Boca arriba. Roncaba como un tractor en invierno.

Marina luchó contra los ronquidos toda la noche — con almohadas, dándole vueltas, maldiciendo en silencio. No durmió un minuto. Por la mañana —
—¿Entonces, vengo esta noche con mis cosas?

—No. Lo siento. Eres bueno… pero no.

El cuarto parecía sacado de una película antigua — barba, guitarra, mirada libre. Encendió un cigarrillo en la cocina, dejó caer la ceniza en una maceta.
—Te lo digo claro: amo mi libertad. No me llames cien veces, no preguntes dónde estoy ni cuándo vuelvo. Y, por cierto, me gustan las mujeres.

—¿Así que también andas de picaflor? — aclaró Marina.

—¿Y qué? ¿No soy hombre o qué?

Tras su marcha, Marina dejó la cocina abierta toda la noche. Le dolía la cabeza como después de una resaca. Sentía que le habían quitado la vida. Ni siquiera lavó los platos. Durmió como un tronco.

Por la mañana, sol. Silencio. Ni pasos, ni voces, ni olores ajenos. Solo Marina, una taza de café, y los gorriones afuera.
—Qué bueno estar sola…

Entonces sonó el teléfono:
—¡Marina González! Es la agencia ‘El mejor marido’. Hoy viene el quinto candidato. ¡Este sí es el tuyo!

—¡Pueden tacharme de la lista! — gritó en el auricular. — ¡Bórrenme! ¡El mejor marido es el que no existe!

Y con un alivio inmenso, riendo como hacía años que no lo hacía, abrió las cortinas como si fuera el primer amanecer de su libertad.

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El marido ideal que nunca existió