Amor, suegra y la inteligencia artificial

—Mamá, ¿por qué siempre intentas arruinar mi relación con Margarita? —La voz de Miguel temblaba de indignación, pero se esforzaba por contenerse.

—¡Porque no es la mujer para ti, Miguel! —respondió firmamente Ana María, apretando los labios y cruzando los brazos.

—¿Escuchas lo que dices? ¡Margarita y yo nos queremos! No son solo palabras, es un sentimiento real.

—¿Sentimiento? —repitió su madre, desviando la mirada—. Ella no es capaz de sentirlos. Y tú lo sabes.

—¡No, no lo sé! —Miguel alzó la voz—. Tú misma me decías: encuentra a esa persona, buena, fiel, inteligente, que sepa cuidar un hogar. ¿Y qué? ¿Acaso no es hermosa?

—Sí, lo es… —reconoció Ana María a regañadientes.

—¿La casa está limpia? Sí. ¿Te respeta? También. Nunca te ha faltado al respeto. Es inteligente, sabe más que yo de tecnología y literatura. Entonces, mamá, ¿cuál es el problema?

—El problema es que tu Margarita no es humana, Miguel —dijo la mujer con desesperación, levantándose del sillón. La mesita de café, con la tetera y los pastelitos que su nuera había colocado con cuidado, se tambaleó y se volcó con estruendo—. ¡Es un producto! ¡Un programa! ¡Un mecanismo! ¡Hierro y cables, aunque los cubran piel suave y ojos brillantes!

—Mamá…

—¡No me interrumpas! —cortó ella—. Esa… mujer… no envejece, no se enferma, no discute. ¡Es perfecta por diseño! ¡Pechos extraíbles, carga solar, sensor térmico integrado! ¿No entiendes que has cambiado lo vivo por la tecnología?

El viejo caniche, Canelo, ladró en apoyo a su dueña, dando vueltas a sus pies.

—Claro que te sonríe. ¡Tiene activado el “modo sonrisa”! Nunca pone los ojos en blanco, no se molesta, no grita. ¡No es humana, Miguel! Y tú… elegiste una ilusión.

Él guardó silencio. Luego, respirando hondo, se fue a su habitación.

A la mañana siguiente, pensativa y con el corazón agitado, Ana María estaba en el balcón, mirando el parque donde los niños jugaban y las parejas paseaban. En su cabeza resonaban las palabras de su hijo: “Nos queremos”.

Ese mismo día, entró en la web del fabricante de androides. Sus dedos temblaban al revisar el catálogo. Finalmente, eligió uno: Javier. 1,85 m, ojos oscuros, “modo empatía”, “escucha activa”, “brazos para abrazar con textura mejorada”. Sí, era caro. Muy caro. Pero, ¿acaso el amor de su hijo no lo valía?

Tres semanas después, llegó el paquete. Una caja enorme en medio del salón, y dentro… él. Su Javier. Sus ojos brillaban con calma. Su voz, grave y reconfortante, como si hubieran vivido juntos cuarenta años.

—Mamá, ¿en serio? —Miguel miraba incrédulo a Javier, sentado cómodamente en el sofá con calefacción.

—¿Y por qué no? —respondió Ana María con tranquilidad—. Decidí dejar de sufrir. Tú vives con un androide, y yo ya no estaré sola.

—Mamá… —Miguel se pasó una mano por el pelo, nervioso—. ¡Esto es un absurdo!

—¿Absurdo? —sonrió—. No más que tu Margarita. Pero él no discute, no se ofende, no lleva la contraria. ¡Y hace mejor café que cualquier barista!

—¿Y los sentimientos? ¿El calor humano? ¿El alma?

—Tú elegiste esto primero. ¿O tienes doble moral, hijo?

Más tarde, en la cocina, Miguel intentó hablar con sinceridad:

—Mamá, sé que quieres darme una lección. Pero ¿de verdad crees que esto solucionará algo?

—Creo que los dos estamos cansados del dolor, de las decepciones. Llevo tantos años sola… Ahora al menos hay alguien que me pregunta cómo ha ido el día, que me arropa con una manta…

—Mamá… Esto es… un sustituto. Como si en vez de mí, tuvieras una copia.

—Pues tú hiciste lo mismo, Miguel. Los dos elegimos comodidad en vez de complicaciones. Aunque yo al menos lo admito.

—¿Y ahora qué?

—Ahora cenamos. Javier ha hecho lasaña. A Margarita le gustará.

Esa noche, en el balcón, bajo el murmullo de la calle, Ana María estaba junto a Javier. Él le sostenía la mano. Dentro, Miguel ponía la tetera al fuego y Margarita actualizaba su software.

A veces, el amor adopta formas extrañas. Pero, al final, ¿no es lo importante que haya calor en un hogar?

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