Junto al pozo…
Ana Martínez, con un último esfuerzo, subió el yugo a sus hombros y avanzó por el estrecho camino del pueblo. El sonido metálico de los cubos rompía el silencio de la mañana. El agua del pozo —fría, cristalina, pura— era para ella algo sagrado. Aunque ya había pasado los setenta, seguía yendo cada día al final de la calle. Terco como una mula, ni escuchaba a su nuera cuando esta empezaba con sus sermones.
—Mamá, ¡pero si hay agua en casa! La gente se ríe. ¿No te pesa? —refunfuñaba Luisa, rodando los ojos.
Pero Ana hacía oídos sordos. Del agua del grifo ni siquiera quería cocinar: «Huele a tuberías», decía. En cambio, la del pozo era distinta. Fresca. Viva. Dulce como las lágrimas de los recuerdos.
Se detuvo, dejó los cubos en el suelo y cerró los ojos un instante. Una brisa jugueteaba con las hojas del joven tilo que alguien había plantado junto al pozo. Antes había habido un nogal viejo, frondoso y robusto, donde Ana, en su juventud, se encontraba con Federico.
¡Cómo ardían sus mejillas entonces, cómo le latía el corazón al correr hacia el pozo! Y él —alto, moreno, de ojos negros— esperaba junto al brocal, apoyado en la madera. Todas las chicas del pueblo la envidiaban. Sobre todo Olga, su mejor amiga.
—Si te atreves a acercarte a él, Olga —le advertía Ana—, ¡yo daría mi vida por Federico!
Pero Olga la miraba de reojo y soltaba una risita:
—Me dijeron que sería mío. La adivina lo vio… ¡Es broma, es broma! —intentaba suavizar.
Ana se encogió de hombros, pero la inquietud ya había echado raíces. Y como si fuera poco, la fiebre llegó. Ardiente, agotadora. Postrada en la cama, le pidió a Olga:
—Ve al pozo. Dile a Federico que no me espere. Que estoy enferma, que mañana nos vemos.
Olga sonrió entonces… de un modo extraño. Y se fue, dejando atrás el taconeo de sus zapatos. Qué le habrá dicho a Federico, Ana nunca lo supo. Pero al día siguiente, al llegar al nogal, los vio juntos.
Estaban ahí, los dos, y ella, con el corazón helado, dio media vuelta y corrió. Las lágrimas la ahogaban, el pecho le ardía.
Una semana después, Nicolás, el vecino callado y dulce, que siempre la miraba como si fuera un milagro, pidió su mano.
—Manda a los padrinos, Nicolás —dijo con orgullo, apretando el dolor en el pecho—. Antes de que me arrepienta.
Olga volvió después, suplicando entre lágrimas:
—No pasó nada entre Federico y yo. Ana, por favor…
—Conseguiste lo que querías. Y no serás feliz. Como yo tampoco. Ahora vete. Para siempre.
La boda fue el entierro de un sueño. Sus padres estaban nerviosos, pero Nicolás… Nicolás hizo todo para que nunca se arrepintiera.
Cocinaba, lavaba, se levantaba de madrugada con los niños. Todo el pueblo lo sabía: manos de oro, corazón de pan. Pero… Ana nunca logró amarlo. Vivió con respeto, pero sin pasión.
Olga se casó con Federico. Y él no duró. Se marchó después de la boda. Dijo que iba a construir una casa. Que no quería vivir con sus suegros. Pero en realidad, huía. De ella. A Valladolid, a Burgos… donde fuera.
De Burgos llegó la noticia: Federico murió en una tala. Un tronco le cayó encima.
Lo enterraron entre lamentos. Ana no fue. No quería mostrar su dolor. Pero al anochecer, se acercó sola a la tumba fresca. Rezó. No sabía bien por qué. Solo lloró —en silencio, sin aire, como si hubiera estado aguantando el aliento todos esos años.
Y entonces, una mano en su hombro. Se volvió. Olga. De luto. Se miraron sin palabras. Y se alejaron, cada una por su lado.
Pasaron los años. Olga murió. Ana empezó a ir más al cementerio. Allí estaban su marido, sus padres… y aquella tumba. Dos lápidas juntas.
Las cuidaba. Limpiaba el granito, arrancaba las malas hierbas. Y un día, volvió a ver a Olga. Como un fantasma entre las sombras.
—Sigues viniendo a verlo, ¿eh, Ana? ¿Incluso ahora? —susurró.
—Sabías que él te amaba. Solo a ti. Quizá eso te consuele…
Y entonces Ana lo entendió: nunca había amado a Federico. Solo había amado lo que soñaron juntos. Amó un sueño. Mientras que a su lado estuvo un hombre real. Leal. Tierno. Nicolás. Su marido, su amigo, su sostén. Pero ella se había refugiado en los recuerdos, como en un baúl polvoriento, buscando el aroma del pasado.
Y ya no guardaba rencor a Olga. Todo eso… ya no importaba.
…Ana alzó los cubos. Respiró el olor de los claveles chinos. Ya se marchitaban… Tendría que cortarlos y llevarlos al cementerio. A Olga le encantaban. Ese aroma intenso, casi amargo… como una promesa incumplida.
Desde el camino, gritó:
—¡Nico! ¡Nicolás, necesito decirte algo!
—¿Qué pasa? —respondió él, preocupado.
Ella sonrió y, enterrando el rostro en su pecho, susurró:
—Te quiero, Nico…
Y se sonrojó como una niña. Él solo la abrazó con más fuerza, sin decir palabra. En su mirada estaba todo: la sorpresa, la ternura… y el amor que había atravesado sus vidas.
Ana ya no pasaba de largo junto a aquellas dos tumbas. Se detenía. Limpiaba el mármol, rezaba en voz baja. Como si esperara que, allá arriba, hubiera al fin paz. Verdadera. Eterna.