AFORTUNADA O SIMPLEMENTE TONTA?
Irene era una chica discreta y tranquila, a la que sus amigas no dudaban en llamar, con cariño y un punto de ironía, “la tonta con suerte”. ¿Cómo podían ir juntas esas dos palabras? Ahora lo entenderás.
Apenas cumplidos los veinte, una amiga la invitó a pasar unas vacaciones en Almuñécar. Playa, sol y alojamiento gratis —se quedaban en casa de la familia de su amiga—. Allí conoció a Alejandro, un atractivo teniente coronel que alquilaba una casa cerca. Un hombre con pasado militar, veterano de misiones en el extranjero, ahora trabajaba en la administración militar. Transmitía fuerza, firmeza, seguridad. Pero también dolor. Irene lo supo al ver una vieja cicatriz en su espalda. Con torpeza, preguntó:
—¿Es de allí?
Alejandro encogió los hombros en silencio y se zambulló en el agua. No le gustaba hablar de eso.
Irene se enamoró perdidamente. Se entregó a él en cuanto él quiso. Él, con media sonrisa, le dijo:
—Bueno, ahora tendré que casarme contigo.
A ella no le importó que no hubiera declaraciones de amor. Creía haber encontrado la felicidad auténtica.
Alejandro era diecisiete años mayor y se encargó de todo: boda sin vestido ni limusina, solo firmaron en el juzgado de su ciudad. “Somos adultos para estas tonterías”, decía. Además… él ya había pasado por eso. Era viudo y tenía una hija de ocho años.
Para Irene fue un golpe, pero decidió que el amor era más importante. Y se quedó. La niña, Laura, estaba abandonada, rebotando entre abuelas. Al principio, Irene solo le tenía lástima, hasta que un día, desde la calle, escuchó un “¡Mamá!” que casi le parte el corazón. Y la adoptó.
Irene solo tenía un curso de peluquería. Quería estudiar, pero Alejandro lo cortó de raíz:
—Ponte a trabajar en una peluquería y a por el niño. Quiero un hijo.
Pero el embarazo nunca llegaba. O quizá el problema no era ella.
Entonces vino el desastre: un subordinado de Alejandro fue pillado aceptando sobornos, y aunque él no tenía culpa, en el ejército la responsabilidad siempre cae sobre el superior. Tuvo que renunciar “por salud”. La pensión era buena, pero eso lo destrozó. Se encerró en casa, dejó de aportar dinero, solo salía para emborracharse con amigos. Tras un par de años, Irene comprendió que su marido era una sombra de sí mismo. No trabajaba, no ayudaba, ni siquiera hacía la compra. Solo comía lo que le apetecía del frigorífico.
Cuando llegó el verano, Irene y Laura se marcharon a Almuñécar. En dos semanas, todo quedó claro: había que irse.
—Tú eres mi madre —le dijo Laura.
Irene asintió.
Alejandro montó un escándalo:
—¡Te voy a endosar a Laura!
Al enterarse de que su decisión era firme, escupió:
—Eres tonta, Irene.
Regresó a su ciudad natal, con sus padres. A ellos les hubiera gustado nietos de sangre, pero aceptaron a Laura. La niña empezó el colegio, Irene volvió a cortar pelo. Un día entró un hombre con canas, amable y educado. Dejó propina y, esa noche, un ramo de flores. Se llamaba Antonio. Diez años mayor, divorciado, con casa propia y un pequeño negocio de construcción estable.
Con él se sentía en paz. Le decía que la amaba. Irene pensó: “¿Cuánto más voy a buscar la felicidad? Aquí está”. Se casaron. Las amigas murmuraban:
—Si no te hubieras llevado a la hija de tu ex, no serías tan tonta.
Irene se entristecía un poco: Dios no le había dado hijos. Pero la vida le tenía preparado otro giro. Antonio tenía una hermana menor problemática: dos niñas, irresponsable, siempre borracha. Ahora le quitaban la custodia. Los servicios sociales ya estaban involucrados.
Antonio dudaba:
—No es tu obligación…
Pero Irene imaginó a esas niñas en un bote, siendo rechazadas por todos. ¿Y ella también lo haría?
—Nos las llevamos —dijo firme—. Sabes que Laura no es mía de sangre, y ya va a la universidad.
Su marido la abrazó fuerte y estuvieron así, en silencio. Dos personas que ya no necesitaban palabras.
¿Era Irene afortunada? ¡Sin duda! Primer marido: militar, guapo. Hubo amor, hubo experiencia. Se separaron, pero sin hijos. El segundo intento: un hombre bueno, estabilidad, casa. Las envidias eran comprensibles.
¿Era tonta? Adoptó a una niña, se hizo cargo de sus sobrinas. Sabía que significaba preocupaciones, gastos, lágrimas, noches en vela. Pero no se echó atrás. Porque su corazón no elige caminos fáciles.
…Durmiendo sobre el hombro de Antonio, Irene imaginaba trenzas, vestidos nuevos, cuentos antes de dormir. En su casa habría risas, olor a comida, globos en las fiestas y columpios en el parque. Laura ya era casi una amiga. Pero esas pequeñas estarían con ella mucho tiempo. Y eso era felicidad. Irene no le tenía miedo. Por eso no era tonta. Era, simplemente, una mujer con suerte.