**FÉNIX: RENACER DE LAS CENIZAS**
Caminaba por las calles de una ciudad muerta, lentamente, como si cada paso le costara un esfuerzo. El hombre ya no era joven, pero tampoco había alcanzado la vejez. Su mirada, viva, atenta pero cansada, recorría los edificios vacíos, como si buscara entre ellos los restos de una vida perdida.
El viento, como un loco, corría entre las calles, se enredaba en los esqueletos de las farolas rotas, levantaba basura del suelo y la hacía bailar en remolinos de polvo. Las farolas temblaban, crujían, pero seguían en pie, tan tercas como él.
Se detuvo frente a una columna de carteles, como hacía casi cada día. Los pósters resecos de obras de teatro canceladas hace tiempo le resultaban dolorosamente familiares. Ni siquiera sabía por qué los miraba—¿acaso esperaba ver algo nuevo, o era solo un ritual sin sentido?
—Ay—, suspiró hacia la nada.
Ahora solo hablaba consigo mismo. Una voz viva al menos rompía el silencio. De repente, un ruido—una lata golpeó con estruendo un viejo cubo de basura. De dentro surgió un leve sonido, algo que se movía. El hombre, alerta, se acercó. En ese momento, un poste se derrumbó justo donde él había estado segundos antes. La parte superior de la farola rozó la columna de carteles, arrancando una capa de anuncios bajo la cual apareció, inesperadamente, un cartel del musical *Cats*.
Aturdido, alternaba la mirada entre el poste caído y las figuras de los gatos, hasta que el ruido del cubo lo devolvió a la realidad. Apartó escombros, plásticos, trapos… y se quedó inmóvil. Entre la basura, unos ojos color ámbar lo observaban fijamente. Pertenecían a un gato flaco, herido y maltrecho.
Sin pensarlo, se quitó la chaqueta, la extendió en el suelo y, sin importarle la suciedad, sacó a la pobre criatura. Lo envolvió, lo apretó contra su pecho y se apresuró hacia su casa, olvidando su paseo habitual al atardecer.
Atrás, la voz del dron resonaba como siempre:
—Atención. Faltan treinta días para la última evacuación…
Pero hoy no escuchó. Su atención estaba puesta en el gato. Dedicó días enteros a cuidarlo—alimentarlo, bañarlo, vendarle las heridas. Poco a poco, el animal se volvió más esponjoso, más brillante, más vivo. Pelirrojo, con ojos de ámbar, parecía un pequeño sol de fuego. Una vez, el hombre murmuró:
—¿No te gusta la soledad, eh?
El gato ronroneó, como asintiendo.
—Yo ya me había acostumbrado—, dijo él, encogiéndose de hombros.
Una tarde, mientras acariciaba al gato pensativo, preguntó:
—¿Y cómo te llamaré?
El animal lo miró con pereza.
—Fénix. Sí… eres un verdadero Fénix.
Y así tuvo nombre.
Cuando Fénix se recuperó por completo, salieron juntos a pasear. La ciudad seguía muerta, silenciosa, pero ya no parecía tan vacía. Con dos, todo era distinto. Fue entonces, mientras caminaban por una avenida polvorienta, cuando el dron recordó:
—Quedan tres días para el último vuelo de evacuación.
Hacía cinco años que había comenzado el éxodo de la Tierra. El planeta se moría—el clima, las catástrofes, el hambre. La humanidad se había reunido para trasladarse a Kepler-22B. Solo quedaban quienes no pudieron o no quisieron irse. Él era uno de ellos. No tenía esposa, ni hijos. Solo recuerdos. Pero ahora estaba Fénix. Y con él, llegó la duda.
La noche antes del despegue, no durmió. El gato tampoco. Ronroneó sin parar, como si quisiera ahogar los pensamientos del hombre. A la mañana, decidido, hizo el equipaje. Pocas pertenencias, el gato en su bolso, y se encaminaron al aeródromo.
La multitud era variopinta: algunos despedían, otros partían. Niños que el gobierno evacuaba por obligación. Gente que aún guardaba esperanza.
En el costado de la nave, que aterrizó con un rugido, se leía en letras grandes: **FÉNIX**. El hombre sonrió—era una señal.
Cuando llegó su turno para el registro, un oficial lo detuvo:
—Abra el bolso, por favor.
—Es Fénix. Un gato—, explicó.
El oficial frunció el ceño:
—Los animales domésticos están prohibidos. El banco genético ya fue evacuado.
—Pero él… no tiene a nadie. Nosotros no tenemos a nadie.
—Lo siento—, fue la respuesta firme—. O el gato se queda, o usted.
El hombre guardó silencio. Dentro del bolso, Fénix se encogió, mirando de un lado a otro, sintiendo el peligro. Entonces, la decisión:
—Bueno, Fénix, no está en nuestro destino. Vamos a casa. Gracias, oficial.
Observaron cómo la nave desaparecía en el cielo. El hombre, desolado, le dio de comer al gato. El crepúsculo envolvió la tierra. Se levantó, colgó el bolso al hombro. Una última mirada hacia el espacio.
Y entonces—una chispa, separándose del cinturón de satélites, descendió rápidamente. Minutos después, un aterrizaje suave. Del vehículo salió… el mismo oficial.
—¡Usted! ¡Qué bien que no se han ido! ¡Rápido, suban! ¡El *Fénix* los espera!
—Pero… ¿y las normas?—, exhaló el hombre, atónito.
—El capitán dijo: *Fénix* debe estar a bordo del *Fénix*. Es una buena señal. Y las reglas… a veces, para seguir siendo humano, hay que romperlas.
La nave despegó, llevándose al hombre y a su compañero pelirrojo hacia donde una nueva vida comenzaba. Una vida en la que Fénix había renacido—y arrastrado consigo a quien, tiempo atrás, había decidido quedarse en una Tierra moribunda.
**Lección aprendida:** A veces, lo que parece el final es solo el comienzo. Y las señales, si uno sabe mirar, siempre aparecen.