Revolución en la cocina: cómo un día caótico transformó a la familia

¡Motín en la cocina! Cómo un día sin orden cambió a una familia

—¡Otra vez todo el día viendo telenovelas! —gritó Javier al entrar en el piso y tirar las llaves sobre la mesita.

Lucía acababa de tumbarse en el sofá y encender su melodrama favorito para desconectar un rato. Había pasado el día como una hormiga: limpiando, lavando, planchando, jugando con su hija. Al anochecer, le zumbaban los pies y apenas tenía fuerzas para respirar. El cariño y el amor solo los veía en la televisión. De su marido no escuchaba una palabra amable desde la luna de miel. Javier no paraba de reprocharle, como si ella tuviera la culpa de todos sus problemas.

—Yo me parto el lomo trabajando para mantener a la familia, mientras tú vives a mi costa y te pasas el día pegada a esa caja tonta —siguió él—. Mi madre ya me advirtió que eras una vaga, pero yo, como un tonto, no le hice caso. Pensé que con familia sería más fácil vivir.

Sus palabras eran injustas, pero Lucía solo resopló. Había intentado mil veces explicarle todo lo que hacía mientras él no estaba, pero Javier parecía ciego a los suelos relucientes, la ropa perfectamente doblada o la nevera llena de comida para dos días. Continuó:

—¿Por qué no dices nada? ¿No tienes respuesta? ¡Al menos podrías calentarme la cena! ¡Solo piensas en tus telenovelas! Gente como tú es la única que las ve. Mi madre estaría cocinando a estas horas, pero tú no quisiste vivir con mi suegra.

—¡Pues anda y vive con ella! —replicó Lucía, subiendo el volumen del televisor—. Si no sabes hablar con tu mujer, prepárate tú la cena.

No quería pelear—en la habitación de al lado dormía su hija—, pero Javier, tras lanzarle una mirada furiosa, se marchó con el orgullo por delante.

—¡Te lo haré pagar! —espetó antes de irse.

Lucía se perdió la mitad del capítulo, incapaz de concentrarse. El corazón le latía fuerte por la rabia. ¿Cómo era posible? Javier la había cortejado con tantas palabras bonitas, la convenció para casarse con él, y ahora en el matrimonio se había convertido en un egoísta que todo lo criticaba. Sus insultos—”tonta”, “vaga”—le dolían como puñaladas.

En realidad, Lucía era una ama de casa ejemplar. Su hija enfermaba a menudo, así que decidió no llevarla a la guardería hasta los tres años. Tras la baja maternal, planeaba volver a trabajar para que nadie pudiera acusarla de “vivir a costa de él”. Pero, ¿cómo hacer entrar en razón a su marido? ¿Cómo lograr que valorara su esfuerzo, que la respetara como esposa y madre?

Lucía reflexionó. La vida en pareja que soñó no tenía nada que ver con la realidad. Quería cariño, apoyo, no reproches constantes. El día anterior, Javier las había visto a ella y a su hija en la calle, volviendo del médico. Ni una sonrisa, ni una palabra—pasó de largo, como si fueran extrañas. Divorciarse no entraba en sus planes por ahora: ¿adónde iría con una niña? Sus padres vivían lejos. Pero seguir aguantando era insoportable.

Decidió pedirle consejo a Marta. Su amiga se divorció hacía dos años y ahora vivía libre, sin depender de nadie. *Ojalá pudiera ser como ella*, pensó Lucía, secándose una lágrima. Alejándose de la ventana para que Javier no la oyera, marcó el número.

—¿Marta? Hola, ¿qué tal? —le tembló la voz—. Necesito tu ayuda.

—¿Otra vez tu marido? —adivinó Marta al instante.

—Tú lo entiendes todo, pero en casa parece que sobro —suspiró Lucía—. Todo el día limpiando, cocinando, cuidando de Laura… y nunca es suficiente. La casa brilla, hay comida, la niña está impecable. ¿Qué más quiere? Se queja de que no hago nada. ¿Es que no ve nada?

—Solo quiere que vivas para él —respondió Marta—. No eres una máquina, haces de todo, te cansas. Que ayude después del trabajo—que se ocupe de Laura, que lave los platos.

—¡Qué va! —se rio amargamente Lucía—. Cree que las tareas domésticas son indignas para él. Puedo sola, pero al menos que reconozca el esfuerzo. Se come la cena sin decir “gracias”. Nada más elogia a su madre, ¡y eso que cocina fatal!

—Explícaselo, cuéntale todo lo que haces —sugirió Marta.

—Lo he intentado mil veces, no escucha. Le gusta humillarme, sacarme de quicio. ¿Qué hago, Marta?

—Si yo hablara con él… pero no me aguanta —dijo Marta—. Tienes que darle una lección. Que vea lo difícil que es vivir sin ti. ¡Que entienda que no eres su criada, sino su mujer! Tengo un plan, ¡escucha!

Lucía lo oyó y se rio:

—¿Crees que funcionará?

—¡Como un tiro! —aseguró Marta—. ¡Adelante!

A la mañana siguiente, en cuanto Javier salió al trabajo, Lucía se puso manos a la obra. Tiró ropa al suelo, metió camisas limpias en la lavadora, esparció los juguetes de Laura por toda la casa y dejó montones de platos sucios en la mesa. La niña la miraba sorprendida. Lucía sonrió:

—Vamos, cariño, ¡a casa de tía Marta! Hoy verás dibujos.

—¿Dibujos? —se alegró la pequeña.

—¡Sí, mi vida!

Pasaron el día en el centro comercial con Marta: cine, helados, risas. Laura estaba feliz, y Lucía, por primera vez en mucho tiempo, se sintió libre. Regresaron ya de noche. Javier las esperaba en la puerta, furioso:

—¿Dónde habéis estado? ¡Esto es un caos! ¡Creí que os había pasado algo!

—¿Y qué? —respondió Lucía, inocente—. Fuimos al centro con Marta, Laura necesita salir. ¿Algún problema?

—¡Mira este desastre! —rugió Javier.

—Ah, eso… —se encogió de hombros—. Hoy no hice nada. Te toca limpiar. Y de cena, nada—cocina tú. Estoy agotada, me voy a descansar. Ah, y de ahora en adelante iré al cine, al teatro, a exposiciones. Que Laura crezca con cultura. Tú mismo dijiste que solo veo tele.

Javier se quedó de piedra:

—¿Cómo? ¡Yo llego reventado del trabajo!

—Un cambio de actividad es el mejor descanso —sonrió Lucía—. Creo que lo dijo un clásico. Hoy te encargas tú. A ver qué tal lo haces. ¿No te gusta criticar? Quizá me divorcie, Javier. No me aportas nada. Solo sabes quejarte. Buscaré un marido que me quiera, cuide de Laura, ayude… no un cascarrabias. No soy tu empleada. Las tareas se reparten.

—¡Esto es cosa de Marta! —chilló él—. ¿Y si otro hombre cría a mi hija?

—Tú solo me regañas a mí, de Laura no te ocupas —cortó Lucía—. Tú necesitas descansar tras el curro, pero yo ni ver la tele puedo. Hoy es mi día libre.

Entró en la habitación, tomó de la mano a Laura. La niña agarró su peluche y se acurrucó con ella. ¡Había sido un día tan divertido!

—¡Bah, qué difícil será limpiar! —refunfuñó Javier, y se puso a ordenar.

Para la noche, había acabado, puesto la lavadora y preparado la cena—huevos conAl día siguiente, Javier se levantó temprano, preparó el desayuno para todos y, con una sonrisa, le dijo a Lucía: “Hoy te ayudo con lo que necesites, amor”.

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