Fruto Prohibido, Semilla del Destino

¡Qué lío con las pasiones de la juventud a su edad! ¡Tiene 46 años! ¿En qué está pensando? Esa chica le lleva treinta años. ¿Qué clase de amor puede haber entre ellos? ¡Bah! Enamorado como un perro tras un hueso… No lo entiendo y no quiero entenderlo —se quejaba Irene del comportamiento de su marido.

Todo este desahogo lo escuchaba su mejor amiga, Elena.

—No saques conclusiones tan rápido, Irene. Todo se arreglará. Tienes una familia perfecta —la tranquilizaba Elena.

Aunque tanto Elena como los compañeros de trabajo, e incluso los vecinos, sabían muy bien que la paz de aquella familia perfecta pendía de un hilo.

Gonzalo (el marido de Irene) parecía haberse vuelto loco. No era el mismo.

…Todo comenzó con un accidente de tráfico. Ese incidente se convirtió primero en un flechazo pasajero y luego en un amor apasionado.

Era invierno. Había hielo en la calle. Cada mañana, Gonzalo iba a la oficina en su coche. Ese día conducía con precaución, a baja velocidad. Se detuvo en un paso de peatones.

De repente, como caída del cielo, apareció una chica que cayó sobre el capó de su coche. Gonzalo no entendió nada. En un primer instante, le pareció que la joven se había lanzado a propósito. Pero no hubo tiempo para pensar. Salió rápidamente del vehículo para ayudarla.

La joven gemía y se quejaba.

Gonzalo la subió a su coche y se dirigió al centro de salud más cercano. Pero ella se negó en redondo. Dijo que ya se sentía mejor. Eso sí, no rechazaría un té caliente…

Así que Gonzalo la llevó a su oficina.

Le sirvió un té con unas tostadas.

Se presentaron. La chica se llamaba Ángela. Gonzalo notó que era muy guapa: dulce, con nariz respingona, pelo rizado y una seriedad inusual para su edad. Además, tenía algo hipnótico. Le daban ganas de mirarla sin parar y escuchar su voz cautivadora. Pero Gonzalo se controló. Sacudió la cabeza, como si quisiera espantar el hechizo, y la acompañó a la salida. Ya había perdido demasiado tiempo de trabajo. De camino, le dio su tarjeta. Solo por cortesía.

—Ángela, llámame si necesitas algo…

Por la tarde, Gonzalo ya había olvidado el incidente.

Dos días después, Ángela llamó. Quedaron. Según ella, tenía un asunto urgente e importante.

Gonzalo, que aún se sentía culpable, acudió al encuentro.

La “víctima” abrió la puerta de su pequeño piso. Gonzalo entró. La chica tenía vendada la mano derecha.

—Mira, Gonzalo… Quería colgar un cuadro en la cocina, pero no puedo. Me duele la mano. ¿Me ayudas? —hizo una mueca de dolor.

—Claro que sí. Pásame las herramientas —aceptó enseguida Gonzalo.

El cuadro quedó colgado en un santiamén. Y sobre la mesa de la cocina apareció una botella de vino y fruta.

—Hay que celebrarlo. Llevaba tiempo queriendo colgar este cuadro, pero me faltaban manos masculinas —así invitó Ángela a su huésped a sentarse.

Gonzalo no pudo negarse. EGonzalo no pudo resistirse y, mientras el vino fluía entre risas y confidencias, sintió que el corazón se le escapaba hacia esa chica que, sin saberlo, llevaba años esperando encontrarse de nuevo con su madre.

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