Decidirse por la separación…

**Diario de Marina**

Hoy fue otro día agotador. Con la bandeja en las manos, soporté una cola interminable en el comedor del hotel. Al llegar al frente, pedí rápido al joven que atendía:

—Tres sopas, tres paellas y tres refrescos, por favor.

La bandeja no daba abasto. Miré varias veces hacia la mesa donde esperaban mi marido, Javier, y nuestro hijo, Diego, de diez años. Diego es niño, no entiende que podría ayudarme. Pero Javier, ahí sentado, clavado en el móvil, ni siquiera levantó la mirada. Tuve que hacer dos viajes, cargando todo bajo las miradas reprobatorias de la gente.

Al fin, Javier probó la sopa y frunció el ceño:

—¿Sopa de lentejas? No me gusta. Podrías haber preguntado.

—Tú podrías haberte acercado a elegir —respondí, cansada—. No leo mentes.

—¡Vamos! No íbamos a hacer cola los dos. Solo había que preguntar.

Decidí no contestar. Siempre igual. Nada le gusta. Y Diego, imitándolo, gruñó:

—Mamá, odio la paella. ¡Lo sabes!

—Tu madre solo piensa en sí misma —murmuró Javier, sin levantar la vista del móvil, pero devorando la sopa que criticó.

—Come lo que hay —le espeté a Diego, mirando alrededor. ¿Habría alguien escuchando?

El comedor estaba a rebosar. Todos desayunaban rápido para ir a la playa. Yo también quería, pero no sabía si iríamos los tres o solo con Diego. Javier siempre prefiere quedarse en la habitación. Ayer se quejó de que la playa estaba lejos. Como siempre, mi culpa. Yo elegí este hotel, aunque le pedí mil veces que lo hiciéramos juntos.

—¿No puedes decidir tú sola? Déjame descansar después del trabajo —solía decir.

Pues lo hice. Y, como siempre, todo está mal. El hotel queda lejos de la ciudad, no hay monumentos cercanos, y hay que caminar diez minutos hasta la playa. A Javier no le gusta.

Terminamos de desayunar. Mientras recogía los platos, vi entrar a nuestros vecinos de habitación: una mujer elegante, de unos cincuenta, y su marido, sonriente y atento. Ella ocupó una mesa como una reina, mientras él fue a hacer cola, preguntándole antes:

—Cariño, ¿qué postre quieres hoy?

Sentí un pellizco de envidia. Así debería ser un marido. Antes, Javier también era así. Cuidadoso, detallista. Después de casarnos, venía a buscarme al trabajo, cocinábamos juntos, planeábamos nuestras noches.

¿Cuándo cambió todo? Quizá después de nacer Diego.

Me quedé en casa, y dio por hecho que la cena, la limpieza y el niño eran solo míos. Cuando volví a trabajar, seguí cargando con todo. “Es mi papel”, pensaba. Pero él ni lo valoraba. Siempre criticando: la plancha mal hecha, la pasta recalentada… Yo lo asumía, corrigiendo todo. Al fin y al cabo, Javier es buen hombre. Trabaja, no sale de fiesta. Pero ese genio…

Salí del comedor corriendo para alcanzarlos. Ni siquiera me esperaron.

—¿Vamos a la playa? —pregunté, sin aliento.

—Otra vez esa caminata bajo el sol —refunfuñó Javier—. Esto pasa por dejarte elegir el hotel. Bueno, venga.

En la playa, Javier se quitó la ropa, dejándola tirada, y corrió al agua con Diego, ordenándome que pagara las hamacas y el sombrilla. ¿Por qué siempre yo? Pero fui, resignada.

Nado mal, así que me quedé cerca de la orilla. Javier dejó a Diego conmigo y se alejó. Como siempre. Lo que me enfurece es que se va antes.

—Me vuelvo al hotel —dijo al rato—. A descansar con el aire acondicionado.

—¿No podrías quedarte un poco más?

—No. Hace mucho calor.

Se fue, sin cargar con nada. Por supuesto, dejó la botella de agua y los flotadores. Todo cayó sobre mí.

Así pasaron las vacaciones. Mientras algunos descansaban, yo seguía como en casa: cargando, organizando excursiones, soportando sus quejas.

La última noche, mientras hacía las malas, Javier ya dormía.

—El autobús sale a las 5 —dijo antes de acostarse—. No olvides nada, como el año pasado.

El año pasado olvidé su maquinilla de afeitar, y aún me lo reprocha.

Revisé la habitación. Todo listo. Pero no podía dormir. Siete días pasaron en un suspiro. ¿Para qué? ¿Para servirles?

Salí al balcón. La noche era calurosa, las cigarras cantaban. No oí cuando mi vecina salió. Me sobresaltó el sonido de un mechero.

—¿No puedes dormir? —preguntó.

—Salimos pronto —respondí—. Estaba haciendo las maletas.

—¿Sola? ¿Y tu marido?

—Duerme —dije, con amargura.

—Eres joven, guapa… Y, perdona mi franqueza, pero tu marido no te valora.

—¿Se nota? —susurré.

En la oscuridad, me desahogué. Le conté cómo Javier había cambiado.

—Mi marido también fue así —confesó ella—. Nos divorciamos dos años. En ese tiempo, reflexioné mucho. Cuando volvimos, las cosas cambiaron. Escúchame: ámate primero tú. Si no te valoras, nadie lo hará. ¿Tienes miedo al divorcio?

—Nunca lo pensé. Trabajo, tengo mi piso… No dependo de él.

—Entonces, plantéate el divorcio. No digo que lo hagas, pero atrévete a pensarlo. Cambia tu actitud. Mañana, siéntate en el comedor y dile que no harás cola. Que la haga él. Habrá conflictos, pero si no lo haces, tu hijo crecerá creyendo que está bien tratar así a su madre.

Me quedé en el balcón, reflexionando. Su consejo era radical, pero tenía razón.

A las 5 de la mañana, desperté a Javier y a Diego. Tomé solo mi bolso y la mano de Diego.

—¿No me ayudas? —preguntó Javier, incómodo.

—No. Tú eres el hombre —respondí, firme.

En el avión, Javier no habló. No le gustó mi actitud. Pero eso solo era el principio.

En casa, deshice mi maleta y me acosté, dejando la suya sin tocar.

—Cenaremos fuera —le dije al despedirnos para pasear.

—¿Y yo? —preguntó, desconcertado.

—Busca algo en la nevera. O pide algo. No tengo ganas de cocinar.

Y así seguí. El equipaje de Javier estuvo días sin deshacer. Cuando volvió al trabajo, gritó al no encontrar camisas planchadas.

—¡Estás loca! ¿Con qué voy a ir?

—Plancha tú. No soy tu criada.

Esa noche, salí perfumada, arreglada.

—¿A dónde vas? ¡No hay cena! —rugió.

—¿Y qué haces tú por esta casa? —repliqué—. Si no te gusta, podemos divorciarnos.

Se quedó mudo. Nunca lo había visto tan sorprendido.

Al año siguiente, volvimos al sur. Esta vez, entré al comedor con seguridad y me senté. Javier se inclinó, preguntándome qué quería, y fue a hacer cola con Diego. Sonreí. Habíamos elegido juntos este lugar. Las cosas, por fin, eran distintas.

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