Tomates amargos: cómo los enlatados fracturaron lazos familiares

**Tomates Amargos: Cómo los Conservas Arruinaron los Lazos Familiares**

Elena Martínez, agotada tras un largo día, estaba a punto de llamar a su vecina cuando el teléfono vibró en sus manos con un timbre estridente, como presagiando problemas. Era Lola, la hermana de su difunto marido, una mujer cuyas llamadas siempre traían inquietud. “¿Habrá pasado algo?” pensó Elena. Lola rara vez llamaba, y cuando lo hacía, era como un relámpago inesperado.

Con cierto titubeo, Elena contestó.

—¡Elena, ¿dónde te metes?! —saltó Lola sin siquiera saludar—. ¡Llevo llamándote seis veces!

—No he podido atender… —respondió Elena en voz baja, sintiendo el cansancio como un peso sobre sus hombros.

—¡Claro, como siempre! —Lola soltó una carcajada cargada de ironía—. Te llamo por tus tomates… ¡Este año llevan más sal que el mar! Necesitas probar otro método, menos sal y mejor especiado…

—No habrá más sal —cortó Elena con firmeza—. Ni tomates. Nada más.

—¿Cómo que no? —Lola se quedó sin palabras—. ¿Estás enfadada conmigo?

Nueve meses atrás

En el pequeño pueblo de Valdepueblo, Elena soñaba con reducir su huerto, pero cada primavera volvía a caer en la misma rutina. Semillas, surcos, plantas… un círculo sin fin. En la despensa, las conservas del año anterior acumulaban polvo, sin que ni sus hijos ni sus parientes las reclamaran.

Antes, su marido, José, la ayudaba en todo: cavaba, regaba, recogía. Pero desde que él partió, Elena se enfrentaba sola al huerto y a la interminable visita de familiares. Los parientes de José llegaban con excusas —visitar la tumba, charlar— y siempre se llevaban bolsas llenas de productos caseros. La peor era Lola, cuyas exigencias y críticas no tenían fin.

Sus hijos aparecían menos, pero al menos ayudaban con las patatas. Lo demás lo hacía ella, protegiendo sobre todo sus tomates y pepinos. Tras un desastre con las zanahorias —arrancadas por error por su nuera—, Elena dejó de dar acceso a nadie, salvo en la cosecha.

—Mamá, ¿para qué tanto esfuerzo? —preguntaba su hijo Pablo—. Te matas en el huerto para regalarlo todo. Mira a la vecina Luisa: solo tiene flores y frutales. ¡Hasta las vende! Tú podrías hacer lo mismo. ¿Por qué no?

—¿Y ustedes sin mis conservas? —replicaba Elena, aunque ya dudaba.

—No necesitamos tanto —intervino su nuera Clara—. Pablo y yo cogemos un par de tarros, pero la tía Lola se lleva para media familia. ¡Nunca tiene suficiente! Es hora de que vivas para ti.

—Sí, pero… —empezó Elena.

—¡Basta de peros! —la interrumpió Pablo—. ¡Descansa!

Elena sacó sus viejos paquetes de semillas. Tomates, pepinos, pimientos, hierbas… Todo estaba allí. Quizá comprar alguna variedad nueva, pero ¿para qué? Sus hijos tenían razón. Decidió no sembrar más que lo esencial. Conservas, solo unas pocas para ella.

Pensó en las flores, pero no entendía de ellas. Iba a llamar a Luisa, pero el teléfono sonó antes. Otra vez Lola.

—¿Qué querrá ahora? —suspiró Elena.

Lola solo llamaba para pedir favores. Ni en Navidad recordaba. ¿Por qué ahora, en pleno invierno? Si siempre aparecía cerca de la cosecha.

El teléfono calló, pero volvió a sonar. Elena contestó.

—¡Elena, ¿dónde te escondes?! ¡Llevo media hora llamándote! En invierno no tienes nada que hacer, ¿no?

—No he podido… —intentó explicar Elena.

—Da igual. Escucha, tus tomates llevan demasiada sal. ¡Y el vinagre también! Hay que cambiar la receta…

—No habrá más sal, ni vinagre, ni azúcar —dijo Elena con calma—. Se acabó, Lola.

—¿Cómo que se acabó? —Lola se quedó perpleja—. ¿Me guardas rencor?

—No es eso. Estoy harta. Quiero vivir para mí. Mis hijos llevan tiempo diciéndomelo…

—¡Pues que te ayuden ellos! —la interrumpió Lola.

—Mis hijos son maravillosos —respondió Elena—. ¿Y tú? ¿Te has preocupado por mi salud? Tengo el azúcar alto. Nada de sal, nada de dulce.

—Bueno, pero no nos ignores —insistió Lola—. ¿Y los semilleros? ¿Ya los preparaste?

—Van bien —mintió Elena, sonriendo para sus adentros. No había semilleros, y no los habría. Cinco tomateras, y listo. Para ella sola.

Colgó y llamó a Luisa.

—Pasa —le dijo—. Vamos a tomar algo, que estoy sola.

Bebieron té, hablando del verano y sus planes.

—Quiero flores, pero no sé nada —confesó Elena—. Tú hasta las vendes, sin complicarte.

—Las flores también dan trabajo —rió Luisa—. Pero no hay que encurtirlas. Vendo macetas, mi nieta me ayuda por internet. El mercado es aburrido sola. Contigo sería distinto, pero tú con tus tarros ni lo piensas.

—Ya casi no me quedan —suspiró Elena—. Todo se lo llevó la familia. Y no haré más. Estoy cansada. Encima me critican la sal…

—Yo les dije que no a todos —confesó Luisa—. Si quieren hortalizas, que vengan a cavar. Pero mis hijos viven lejos. Vivo para mí. Hasta me voy de viaje en verano. Dos gallinas me bastan. ¡Tú tienes un ejército!

—Ah, cierto, ¡las gallinas! —se animó Elena—. Venderé casi todas. Con dos me basta. Huevos frescos, y listo.

—¡Así se habla! —la felicitó Luisa—. ¿Vienes al mercado conmigo? Tú con hierbas, yo con flores. Será divertido.

—¡Hecho! —sonrió Elena.

Cuando sus hijos llegaron a plantar patatas, se sorprendieron. El invernadero era un mar verde.

—Mamá, ¿te has convertido en la reina del perejil? —bromeó Pablo.

—Las hierbas se venden bien —explicó Elena—. Luisa vende flores, y yo esto. Ya voy por la segunda cosecha.

—¿Y luego qué? ¿Volverás a los tarros y las visitas? —preguntó Clara.

—¡Ni hablar! —negó Elena—. Solo para ustedes. Nada de conservas. Luisa me habló de plantas perennes. Menos trabajo y muy bonitas.

—¡Nosotros te las compramos! —prometió Clara—. Y haremos una pérgola para el té. Charlarás con Luisa.

—¿Bonita? —preguntó Elena, ilusionada.

—¡La más bonita! —aseguró Clara—. Soy diseñadora, lo haré perfecto. Y te ayudo con las flores.

—Pues manos a la obra —sonrió Pablo—. Mientras, plantamos patatas.

—Mamá, me alegro de que hayas cambiado —añadió—. Por fin piensas en ti, no en la tía Lola. Que ella cave si tanto necesita.

—Me da pena… —murmuró Elena.

—No pasa nada —la tranquilizó Pablo—. Si no entiende, es su problema.

Lola y su marido aparecieron a finales de agosto. Las patatas, recogidas pronto por el calor, ya estaban en la despensa. El invernadero brillaba verde, y en los bancales asomaban rábanos. TodoAl salir el sol entre las montañas, Elena sonrió mientras servía café en su nueva pérgola, sabiendo que al fin había elegido su propia felicidad.

Rate article
MagistrUm
Tomates amargos: cómo los enlatados fracturaron lazos familiares