Al dejar a su amante en la acera, Buchín se despidió de ella con un gesto tierno y partió hacia casa. Al llegar al portal, se detuvo un instante, sopesando mentalmente cada palabra que le diría a su esposa. Subió las escaleras y abrió la puerta con su llave.
—Hola —dijo Buchín—. Vera, ¿estás en casa?
—Aquí —respondió su mujer, con una calma que rozaba la indiferencia—. ¿Qué, voy friendo los filetes o qué?
Buchín se había prometido ser directo: firme, tajante, ¡como un hombre! Poner fin a su vida doble mientras aún sentía el calor de los besos de su amante, antes de que la rutina lo arrastrara de nuevo al pozo gris de lo cotidiano.
—Vera —aclaró su garganta—. He venido a decirte… que debemos separarnos.
La noticia no pareció alterarla en lo más mínimo. Nada solía sacar a Vera de sus casillas. Tanto era así que, en otros tiempos, Buchín la había apodado *Vera la Fría*.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella desde el umbral de la cocina—. ¿Que no fría los filetes?
—Eso lo decides tú —contestó él—. Si quieres, fríelos; si no, no. Yo me voy con otra mujer.
Tras una declaración así, cualquier esposa habría arremetido contra su marido con una sartén en la mano o montado una escena digna de tragedia griega. Pero Vera no era como las demás.
—Vaya drama más absurdo —soltó—. ¿Trajiste mis botas del zapatero?
—No —admitió él, desconcertado—. Si te importan tanto, voy ahora mismo a recogerlas.
—Ay, por Dios… —masculló Vera—. Eres siempre igual, Buchín. Mandas a un tonto por las botas y te trae cualquier cosa.
Buchín se sintió herido. La conversación no iba como esperaba. ¡Faltaban gritos, lágrimas, reproches ardiendo como brasas! Pero, ¿qué podía esperar de una esposa de hielo como Vera la Fría?
—¡Creo que no me estás entendiendo, Vera! —exclamó—. ¡Te estoy diciendo que me voy con otra, que te abandono, y tú me hablas de unas botas!
—Claro —repuso ella—. Tú puedes irte cuando quieras. Tus botas no están en reparación. ¿Qué te lo impide?
Llevaban años juntos, pero Buchín aún no sabía cuándo su mujer bromeaba y cuándo hablaba en serio. En su día, se había enamorado precisamente de su carácter equilibrado, su capacidad para evitar conflictos y su parquedad en palabras. Además, le habían conquistado su habilidad en casa y sus formas exuberantes.
Vera era sólida como un ancla de acero, leal e imperturbable. Pero ahora Buchín amaba a otra. ¡La amaba con un fuego prohibido y dulce! Era hora de cortar por lo sano y zarpar hacia una vida nueva.
—Escucha, Vera —declaró él con solemnidad, entre la pena y el remordimiento—. Te agradezco todo, pero me voy porque amo a otra. A ti ya no.
—Madre mía —dijo Vera, riendo entre dientes—. ¡Que no me ama el bendito! Mi madre amaba al vecino, mi padre amaba el dominó y el orujo… ¿Y qué? Mira qué maravilla de hija salió.
Buchín sabía que discutir con Vera era como golpear un muro. Cada palabra suya pesaba como un ladrillo. Todo su ardor inicial se había esfumado; ya ni ganas tenía de pelear.
—Vera, eres increíble —reconoció él, agrio—. Pero amo a otra. La amo con locura, con pecado, con dulzura. Y me voy con ella, ¿entendido?
—¿Otra? —preguntó la esposa—. ¿La Loli Martínez, quizá?
Buchín retrocedió. Hacía un año, había tenido un affaire con Loli, ¡pero jamás imaginó que Vera la conociera!
—¿Tú cómo sabes de…? —balbuceó, cortándose—. Da igual. No es ella.
Vera bostezó.
—¿Será entonces la Susi Rebollo? ¿Te has encaprichado con ella?
A Buchín se le heló la sangre. Susi había sido también su amante, pero eso quedó atrás. ¿Y si Vera lo sabía? Claro, ella era como una roca: nunca soltaba prenda.
—No —respondió—. No es Susi ni Loli. Es otra, una mujer extraordinaria, la cumbre de mis sueños. No puedo vivir sin ella. Y no intentes disuadirme.
—Entonces debe de ser la Mayte —sentenció Vera—. Ay, Buchín, pedazo de calamidad… Que no es ningún secreto. La *cumbre de tus sueños* es Mayte Valverde. Treinta y cinco años, un hijo, dos abortos… ¿A qué sí?
Buchín se agarró la cabeza. ¡Le había dado en el blanco! Él mantenía un romance con Mayte Valverde.
—¿Pero cómo…? —tartamudeó—. ¿Quién te ha chivado? ¿Me has estado espiando?
—Elemental, Buchín —dijo Vera—. Cariño, soy ginecóloga con años de experiencia. He examinado a medio pueblo, mientras que tú solo has estado con una fracción. Con solo echar un vistazo *allí abajo*, sé si has pasado por ahí, ¡pardillo!
Buchín respiró hondo, intentando recuperar la compostura.
—¡Supongamos que has acertado! —dijo, altivo—. Da igual que sea Mayte. No cambia nada. Me voy con ella.
—Eres un ingenuo, Buchín —suspiró Vera—. Podrías haberme preguntado, por curiosidad. Por cierto, no hay nada extraordinario en esa mujer, te lo digo como profesional. ¿Has visto su historial médico, al menos?
—No —confesó él.
—¡Claro que no! Primero, ve a la ducha ahora mismo. Mañana llamaré al doctor Roldán para que te atienda en el centro sin espera —anunció Vera—. Luego hablamos. ¡Vaya vergüenza! El marido de una ginecóloga, incapaz de elegir una mujer sana…
—¿Y ahora qué hago? —se quejó él.
—¡Voy a hacer los filetes! —dijo Vera, alejándose—. Tú lávate y haz lo que quieras. Si tanto necesitas una *cumbre de tus sueños* sin enfermedades, ven a mí… Te recomendaré alguna.