**Tormenta en la familia**
Hace unos días, mi hermana mayor, Marina, me invitó a su casa. Me propuso reunirnos, tomar un café y charlar de la vida, como en los viejos tiempos.
Tengo una familia numerosa: un hermano mayor y varias hermanas. Marina ya tiene 38 años y es madre de cuatro hijos. Mi otra hermana, Julia, es cuatro años menor, con 34. Mi hermano Sergio tiene 32, y yo, la más pequeña, con 27, aún estoy labrando mi camino. Después de mí vienen dos hermanas gemelas de 25, cada una con tres hijos. Somos una familia ruidosa, llena de gente, y todos andamos liados con nuestras propias vidas. Por eso, encuentros como este son raros, y su invitación me alegró de verdad.
Marina me dijo que me esperaba para comer y no aceptaba excusas. En seguida me puse a pensar qué podía llevarles a sus hijos. Suelo mimar a mis sobrinos: les compro juguetes, pasteles, golosinas e incluso libros. Pero esta vez, la cosa no estaba para gastos. Estoy ahorrando para la entrada de un piso, y cada euro cuenta. Al final, pensé que fruta sería un detalle sano y agradable, así que compré unos kilos de peras maduras. Con este modesto regalo, me dirigí al pueblo cercano a las afueras de Madrid donde vive mi hermana.
Marina me recibió con cariño. Apenas crucé la puerta, sus hijos se abalanzaron sobre mí, alegres y bulliciosos. Ella se marchó a la cocina a preparar el café. En el ambiente flotaba cierta expectación: en la mesa ya había platos de postre y una espátula para cortar el pastel. Parecía que todos esperaban que, como siempre, llegase con algo dulce y especial. Pero en lugar de eso, les entregué la bolsa de peras.
Y entonces, el ambiente cambió. Los niños, que antes reían, se callaron de golpe. Miraron las peras, luego a mí, y como si les hubieran dado una orden, apartaron la bolsa. Sin decir nada, se marcharon a su habitación. Me quedé desconcertada. Marina, que estaba en la puerta de la cocina, me miró como si hubiera cometido un delito. Y entonces empezó todo.
—¿En serio, Ana? ¿Peras? —su voz temblaba de irritación—. ¿Es que has decidido escatimar con mis hijos? Si no quieres gastarte nada, ¿para qué has venido?
Intenté explicarle que estaba pasando por un mal momento, que ahorraba para mi futuro. Pero las palabras se me atragantaban. La rabia y la humillación me ahogaban. Sentí que mi humilde regalo se había convertido en un motivo para juzgar toda mi vida.
—Mira, Marina, si lo único que te importa son las chuches y no yo, ¿de qué vamos a hablar? —dije, conteniendo el grito.
El café se quedó sin tomar. Agarré mi abrigo y me fui, cerrando la puerta de un portazo. En el pecho, una mezcla de rabia, dolor y decepción me quemaba. Han pasado días, y aún no me repongo. No sé si podré mirar a mi hermana igual después de esto.
Cada vez que repaso ese día en mi cabeza, me pregunto: ¿fue solo por las peras? ¿O hay algo más, algo que llevamos arrastrando años? Puede que, siendo tan distintas, hayamos dejado de entendernos. No tengo respuestas, pero una cosa sé: ese día dejó una grieta en nuestra relación, y no estoy segura de que pueda arreglarse.