Puré, pollo y el divorcio que nunca fue

Madrid. Una tarde de otoño. Viento frío, ojos cansados y un corazón aún más agotado. Lucía llegó a casa después de diez horas en la caja del supermercado. Solo una idea le daba vueltas en la cabeza:

“Ojalá Dani hubiera hecho aunque sea unas patatas fritas…”

El piso olía a algo rico. Lucía se quitó el abrigo, dejó los zapatos y entró en la cocina. Sobre la mesa había platos con puré humeante y pollo asado. Al lado, cucharas, sal, pan y una tetera. Dani asintió en silencio hacia la silla:

—Siéntate.

—Vaya, ¿hoy es algún día especial? —Lucía forzó una sonrisa—. ¿Esto es algo nuevo?

—Es lo de siempre —se encogió de hombros él—. Pero tengo que hablar contigo.

Comieron sin decir nada. El pollo estaba tierno, el puré bien sazonado. Lucía puso el agua a calentar y preparó té de manzanilla. Se sentó frente a su marido.

—Bueno, dime. Veo que algo te come por dentro.

Daniel miró por la ventana un buen rato. Luego, posó los ojos en ella.

—Mis abuelos celebran sus bodas de oro el sábado. Nos han invitado.

—Ah, ¿esos que nos dieron cinco mil euros para nuestra boda? ¿Y cómo vamos a ir si estábamos a punto de divorciarnos?

—Vamos, nada más. Son mayores, les hará ilusión. Oficialmente, seguimos casados.

Lucía lo miró con escepticismo. No tenía fuerzas. Ni para pelear, ni para reconciliarse.

—Vale, vamos. Quizá sea la última vez que salgamos juntos.

Viajaron en el coche del padre de Dani. Él y su padre iban delante; Lucía, con su suegra, atrás. Silencio.

—¿Habéis tenido algún problema? —susurró la suegra.

—No —respondió Lucía con una sonrisa tensa.

—Mira los anillos que les compramos para el aniversario. De oro, preciosos.

—Sí, muy bonitos —asintió ella.

—Llevaos bien. Así, dentro de cincuenta años, vuestros hijos os regalarán unos iguales.

Lucía bajó la mirada. ¿Cincuenta años? Era toda una vida…

La fiesta fue animada: jóvenes, adultos, ancianos. Montañas de comida, risas, brindis. Pero Lucía se mantuvo lejos de Dani. Las mujeres de su familia la arrastraron a organizar juegos. Tenían poco más de treinta, como ella. Se reñían, se burlaban de sus maridos, pero… se notaba que los querían.

Lucía no podía evitar preguntarse:

—¿Y yo lo quiero? ¿Y él a mí?

Quizá alguna vez sí. Pero ahora… La casa era fría. El dinero, escaso. No se compraba un abrigo nuevo desde hacía tres años. ¿Niños? Ni lo mencionaba. Y el trabajo… Aunque antes fue su sueño.

La celebración terminó tarde. Los abuelos, Carmen y Manuel, les dijeron:

—Quedaos aquí. Mañana nos ayudáis a limpiar.

Lucía y Dani recogieron los platos en silencio. Trabajaron con complicidad, sin hablar. Dos horas después, todo estaba ordenado.

La abuela sirvió té.

—Bueno, Manuel, ahí llevamos cincuenta años —sonrió.

—Y cuántas veces estuvimos a punto de separarnos —refunfuñó él—. Hasta fuimos al registro civil.

—Pero volvimos.

—Estaba sin trabajo, sin un duro —recordó el abuelo.

—¿Y te olvidas de cómo me miraban? Me llamaban princesa. Y tú, orgulloso como un pavo real.

—Princesa, sí —gruñó, pero sus ojos brillaban.

Lucía los observaba, y algo se le encogía por dentro. Se peleaban, se interrumpían, pero… se amaban. De verdad.

—Nosotros fuimos así —pensó—. Jóvenes, orgullosos, resentidos. Seguros de tener razón. Y ahora ellos se ríen de lo que casi los separó.

La abuela sacó un sobre:

—Tomad, compraos algo. Para el invierno. Y no discutáis. A nosotros no nos falta.

Lucía iba a protestar, pero Dani lo cogió.

—Gracias, abuela.

—Bueno, id a descansar. La habitación está lista.

Era el cuarto de la infancia de Dani, pero ahora la cama era para dos. Se acostaron. En silencio.

—Lucía… —susurró él.

Ella se acurrucó contra su hombro. Cálido, familiar. No era riqueza. No era un abrigo caro. Solo era él.

Daniel se durmió. Lucía miró al techo.

—Me alegro de no habernos divorciado. Mañana me compraré ese abrigo. Luego, quizá… un niño. Y después, quién sabe, nietos. Y en cuarenta y nueve años… anillos de oro. Iguales.

Sonrió. Por primera vez en mucho tiempo. Y se durmió. Tranquila. A su lado.

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