La suegra lloraba desconsolada en plena boda. Solo ella sabía el verdadero motivo.
La multitud de invitados coreaba “¡Que se besen!” entre risas y aplausos, las copas espumaban con cava, y el novio, tímido, rozó el rostro de la novia con un beso fugaz. Después, siguiendo el guion, se cubrieron con el velo e interpretaron un beso apasionado—forzado, torpe, casi teatral. Yo lo vi todo. No había esa chispa que nace de la intimidad verdadera. Reían entre dientes, susurraban—como si representasen la boda de otros.
Mi mejor amiga, Rosario, casaba a su única hija, Lucía. Andaba de un lado a otro, inquieta, secándose las palmas en el vestido cada dos minutos. Cuando los invitados se sentaron, me tiró del brazo con el ceño fruncido:
—Mira cómo actúa la suegra. Como si esto fuera un entierro, no una boda.
Miré a mi alrededor. Nunca había visto a la madre del novio, ni sabía quién era entre los invitados. Pero cuando Rosario señaló a una mujer de vestido gris con detalles plateados, lo entendí. Estaba sentada en la esquina más alejada, con el rostro sombrío, como si acabaran de apuñalarla por la espalda. Inclinaba la cabeza, secándose los ojos con un pañuelo. Sus labios temblaban, y cada suspiro llevaba tanto dolor que hasta a mí me dio un vuelco el corazón.
—¿Quizás no se encuentra bien? —dije, intentando ser discreta.
—¡Qué va! —refunfuñó Rosario—. Es por el piso. Teme que su nuera y el crío acaben viviendo a su costa. El chico heredó un ático de la abuela, y ella cree que mi Lucía se aferrará a él como una lapa.
—Vaya imaginación tienes. Ni se han casado y ya repartes metros —bromeé, pero la tensión no se disipaba.
Sin querer, seguí observando a aquella mujer. Mientras los invitados reían, comían y brindaban, ella no tocó ni la ensaladilla ni el cava. No levantó la mirada. Ni siquiera miró a su hijo, quien por esa noche debía ser el centro de su mundo.
Cuando volvió a sonar el “¡Que se besen!”, la suegra giró bruscamente hacia la ventana, apretando los dientes con tanta fuerza que sus labios palidecieron. No pude evitarlo y me acerqué.
—Perdone… Parece muy afectada. ¿Está bien?
La mujer alzó la vista hacia mí. Sus ojos brillaban de lágrimas, pero no de debilidad, sino de dolor auténtico, arraigado.
—No puedo fingir —susurró—. Lo siento, pero todo esto… es una farsa. Mi hijo… no quiere a esta chica. Lucía es buena, luminosa. Es feliz, no ve lo evidente. Pero él… se casa por despecho, para herir a su ex.
Me quedé helada. No esperaba aquella confesión.
—No puede ser… ¿Está segura?
—Él mismo me lo dijo. Quería demostrarle a su ex lo “feliz” que era. Le supliqué, le grité, le rogué que no lo hiciera. Pero es obstinado. Cree que el dolor se calma hiriendo a otros. Y cuando miro a esa niña… sus ojos brillan, cree en el amor con toda su alma. Y él… él solo busca venganza. Y me da náuseas.
—Quizás las cosas cambien… La gente se adapta, los sentimientos nacen…
—Ojalá pudiera creerlo… —dijo con amargura—, pero mi conciencia no me deja. La compadezco. Mucho. Y mi hijo… ya no lo reconozco.
Volví en silencio a mi mesa. No le conté nada a Rosario. Pero dos días después, ella misma me llamó.
—Lucía ha vuelto a casa. Recogió sus cosas y no dice nada. Ni lágrimas, ni gritos… está muda como una tumba. No entiendo qué pasó. ¡Todo iba tan bien!
—Espérame, voy para allá —dije, colgando con brusquedad.
Conduje hacia su casa, apretando el volante hasta que me dolieron los nudillos. Me partía el alma por Lucía. Pero más aún por aquella suegra. Por la mujer que sabía que su hijo destrozaba una vida y no podía hacer nada. Rosario y Lucía, tarde o temprano, lo superarían. Conocerían a otros, aprenderían a confiar de nuevo.
Pero ella… Ella lo recordaría siempre. El día en que su hijo jugó con los sentimientos como con una máscara. El día en que se casó—no por amor, sino por rencor. Y el día en que ella, la única entre todos, no aplaudió. Porque no pudo. Porque conocía la verdad.