Revolución en la cocina: cómo un día desordenado transformó a la familia

**Rebelión en la cocina: cómo un día sin orden cambió a una familia**

—¡Otra vez todo el día viendo series! —rugió Javier al entrar en el piso y arrojar las llaves sobre la mesa.

María acababa de tumbarse en el sofá y encender su telenovela favorita para distraerse un momento. Llevaba todo el día como un torbellino: limpiando, lavando, planchando, jugando con su hija. Al caer la noche, las piernas le ardían y apenas le quedaban fuerzas para respirar. Amor y cariño solo los veía en la pantalla del televisor. De su marido no recibía ni una palabra amable desde su luna de miel. Javier no dejaba de reprocharle, como si ella fuera la culpable de todos sus males.

—Yo me mato trabajando para mantener a la familia, y tú, encima, viviendo a mi costa y pegada a esa caja tonta —continuó él—. Mi madre ya me advirtió que eras una vaga, pero yo, como un idiota, no le hice caso. Creí que con una familia la vida sería más fácil.

Sus palabras eran injustas, pero María se limitó a resoplar. Había intentado mil veces explicarle todo lo que hacía mientras él no estaba. Pero Javier fingía no ver los suelos relucientes, la ropa perfectamente doblada en el armario o la nevera llena de comida para dos días. Siguió arremetiendo:

—¿Y qué, no tienes nada que decir? ¡Ni siquiera me has calentado la cena! Solo piensas en tus telenovelas. Gente como tú es la única que las ve. Mi madre ya estaría en la cocina a estas horas, pero tú no quisiste vivir con tu suegra.

—¡Pues vete a vivir con tu madre! —replicó María, subiendo el volumen del televisor—. Si no sabes hablarle a tu mujer, caliéntate tú la cena.

No quería discutir—en la habitación de al lado dormía su hija. Pero Javier, tras lanzarle una mirada cargada de furia, se marchó con paso firme.

—¡Te lo haré pagar! —espetó antes de desaparecer.

María no pudo concentrarse en la telenovela. El corazón le latía con fuerza por la rabia. ¿Cómo había llegado a esto? Javier la había cortejado con esmero, insistió en casarse con ella, pero en el matrimonio se había convertido en un egoísta exigente. Sus palabras—«tonta», «vaga»—le clavaban como cuchillos.

En realidad, María era una ama de casa ejemplar. Su hija, Anita, se enfermaba a menudo, por lo que decidió no llevarla a la guardería hasta los tres años. Tras la baja maternal, planeaba volver a trabajar para que nadie pudiera acusarla de «vivir a costa» de Javier. Pero ¿cómo hacerle entender? ¿Cómo lograr que valorara su esfuerzo, que la respetara como esposa y madre?

María reflexionó. La vida familiar que había soñado distaba mucho de la realidad. Anhelaba calor, apoyo, no esos reproches interminables. El día anterior, Javier las había visto a ella y a Anita volviendo del médico. Ni una sonrisa, ni una palabra—pasó de largo como si fueran extrañas. María no quería divorciarse todavía: ¿adónde iría con una niña? Sus padres vivían lejos. Pero seguir aguantando era insoportable.

Decidió consultar con su amiga Lucía, quien se había divorciado dos años atrás y ahora vivía libre, sin depender de nadie. «Qué envidia», pensó María, enjugándose una lágrima. Alejándose de la ventana para que Javier no la oyera, marcó el número.

—Lucía, hola. ¿Qué tal? —su voz temblaba—. Necesito tu ayuda.

—¿Otra vez tu marido? —adivinó Lucía al instante.

—Tú sí que me entiendes, pero en casa nadie me valora —suspiró María—. Limpio, cocino, cuido de Anita… y nunca es suficiente. La casa reluce, la comida está hecha, Anita limpia y arreglada. ¿Qué más quiere? Se queja de que no hago nada. ¿Es que no ve nada?

—Quiere que vivas solo para él —respondió Lucía—. No eres de hierro, haces de todo y acabas agotada. Que ayude al volver del trabajo—que pasee a Anita, que friegue los platos.

—¡Ja! —María soltó una risa amarga—. Cree que las tareas del hogar están por debajo de su dignidad. Yo puedo sola, pero ¿no podría al menos notar lo acogedora que está la casa? Cena en silencio, sin un elogio. Y siempre alabando a su madre, ¡que cocina fatal!

—Explícaselo, cuéntale todo lo que haces en un día —sugirió Lucía.

—Lo he intentado mil veces, no escucha. Le gusta herirme, sacarme de quicio. ¿Qué hago, Lucía?

—Mira, yo hablaría con él, pero no me soporta —dijo Lucía—. Tienes que hacerle ver lo duro que es sin ti. ¡Que entienda que no eres su criada, sino su esposa! Tengo un plan, escucha…

María lo escuchó y rió:

—¿Crees que funcionará?

—¡Como un tiro! —aseguró Lucía—. ¡Adelante!

A la mañana siguiente, en cuanto Javier salió al trabajo, María se puso manos a la obra. Tiró ropa al suelo, metió camisas limpias en la lavadora, esparció los juguetes de Anita por toda la casa y dejó los platos sucios en la mesa. Anita la miraba asombrada. María le sonrió:

—Vamos, cariño, ¡a casa de tía Lucía! A ver dibujos.

—¿Dibujos? —se alegró la niña.

—¡Sí, mi vida!

Pasaron el día en el centro comercial con Lucía: cine, helados, risas. Anita estaba feliz, y María, por primera vez en mucho tiempo, se sintió libre. Regresaron tarde, cuando ya había anochecido. Javier las esperaba en la puerta, furioso:

—¿Dónde estabais? ¡La casa es un desastre! ¡Casi me vuelvo loco pensando que os había pasado algo!

—¿Y qué? —preguntó María con inocencia—. Fuimos con Lucía al centro comercial. Anita necesita estimulación. ¿Qué hay de malo?

—¡Mira cómo está el piso! —estalló él.

—Ah, eso —encogió los hombros María—. Hoy no he hecho nada. Te toca a ti limpiar. Ah, y la cena tampoco está—cocínala tú. Yo estoy cansada, voy a descansar. Y a partir de ahora, iré al cine, al teatro, a exposiciones. Que Anita se cultive desde pequeña. Tú siempre dices que solo veo tele y no hago nada.

Javier se quedó pasmado:

—¿Cómo? ¿Y yo? ¡Vengo hecho polvo del trabajo!

—Cambiar de actividad es el mejor descanso —sonrió ella—. ¿No lo dijo algún filósofo? Hoy te ocupas tú del orden. Y yo veré cómo lo haces. Como te gusta exigir, quizá me divorcie de ti, Javier. ¿De qué sirves? Solo sabes regañar. Buscaré un marido que me quiera, cuide de Anita y ayude, en lugar de reprocharme. No soy tu criada, soy tu mujer. Así que las tareas se comparten.

—¡Esto es cosa de esa Lucía! —rugió él—. ¿Y qué, que otro hombre críe a mi hija?

—Tú me «crías» a mí, pero a Anita ni la miras —cortó María—. Tú necesitas descansar después del trabajo, y yo ni ver la tele puedo. Hoy es mi día libre.

Entró en la habitación, tomó de la mano a Anita. La niña agarró su peluche de conejito y se acurrucó junto a su madre. ¡El día con mamá y tía Lucía había sido tan divertido!

—¡Bah,Javier respiró hondo, miró a su alrededor y, por primera vez, entendió el peso de las palabras de María, prometiendo cambiar para que su familia no se rompiera.

Rate article
MagistrUm
Revolución en la cocina: cómo un día desordenado transformó a la familia