Tomates amargos: cómo las conservas destruyeron los lazos familiares

**Tomates Amargos: Cómo las Conservas Arruinaron los Lazos Familiares**

Isabel García, cansada tras un largo día, estaba a punto de llamar a su vecina cuando el teléfono rompió el silencio con un timbre agudo, como presagiando tormenta. Era Socorro, la hermana de su difunto marido, una mujer cuyas llamadas siempre traían inquietud. “¿Habrá pasado algo?” pensó Isabel al instante. Socorro rara vez llamaba, y cada vez que lo hacía, era como un rayo inesperado.

Isabel dudó un momento antes de responder.

—¡Isabel, ¿en qué andas?! —arremetió Socorro sin siquiera saludar—. ¡Es la sexta vez que te llamo!

—No había llegado a tiempo… —respondió Isabel en voz baja, sintiendo el peso del agotamiento sobre sus hombros.

—¡Claro que no! —se rió Socorro, pero su risa escondía menosprecio—. Te llamo por lo de los tomates… ¡Este año están imposibles de salados! Tengo otra receta, deberías probarla…

—No habrá más sal —cortó Isabel con firmeza, y su voz sonó fría como el acero—. Ni tomates. Nada más.

—¿Cómo que no? —Socorro se quedó perpleja, su voz tembló de confusión—. ¿Es que te has enfadado?

Nueve meses atrás.

Isabel, quien vivía en el tranquilo pueblo de Valdepeñas, soñaba cada año con reducir su huerto. Pero cada primavera, todo volvía a empezar. Plantones, surcos, semillas… un ciclo sin fin del que no podía escapar. En el sótano, se acumulaban tarros de conservas del año anterior, que ni sus hijos ni sus numerosos parientes habían reclamado.

Antes, su marido, Antonio, la ayudaba en todo: cavaba, regaba, recogía la cosecha. Pero hacía dos años que él ya no estaba, e Isabel se enfrentaba sola al huerto y al constante desfile de visitas. Los familiares de Antonio llegaban con frecuencia: para visitar la tumba, charlar y, por supuesto, cargar bolsas con los frutos de la tierra. Socorro, la hermana de su difunto esposo, era la más insistente, siempre con exigencias y críticas.

Sus hijos visitaban menos, pero ayudaban con las patatas. Lo demás lo hacía ella, cuidando especialmente sus tomates y pepinos, sin confiarlos a nadie. Desde que su nuera, Lucía, una vez arrancó las zanahorias sin cuidado, secándolas todas, Isabel dejó de permitir que nadie se acercara a las siembras. Solo en otoño, para la recolección.

—Mamá, ¿para qué tanto? —preguntaba su hijo Javier—. Te matas en ese huerto como una esclava para luego regalarlo todo. Mira a la vecina Carmen: solo tiene flores y un frutal. ¡Hasta las vende! Tú podrías vender las verduras, no regalarlas.

—¿Y ustedes sin mis conservas? —replicó Isabel, aunque con duda en la voz.

—No necesitamos tanto, lo compramos en el mercado —decía Lucía—. Calcula: nosotros cogemos un par de tarros, pero la tía Socorro se lleva para media parentela. ¡Nunca tiene bastante! Es hora de que vivas para ti, no para ellos.

—Es cierto, pero… —empezó Isabel, antes de que Javier la interrumpiera:

—¡Basta de “peros”! ¡Es hora de descansar!

Isabel sacó los viejos paquetes de semillas y reflexionó. Tomates, pepinos, pimientos, hierbas… todo estaba previsto. Quizás comprar alguna variedad nueva. Pero entonces se detuvo. Sus hijos tenían razón: ¿para qué tanto? Decidió no comprar nada más que hierbas. ¿Conservas? Solo para ella, y pocas.

Pensó en las flores, pero no sabía nada de ellas. Iba a pedir consejo a su vecina Carmen, pero el teléfono sonó antes. De nuevo, Socorro.

—¿Habrá pasado algo? —pensó Isabel, con un presentimiento amargo.

Socorro llamaba poco, y casi siempre para pedir. Ni siquiera recordaba los cumpleaños. Era raro que se activara en invierno; sus visitas solían empezar en verano, cerca de la cosecha.

El teléfono calló, pero volvió a sonar al instante. Isabel respondió.

—¡Isabel, ¿dónde te metes?! —saltó Socorro—. ¡Llevo media hora llamando! En invierno no tenéis faena, ¿no? ¡A descansar!

—No había llegado… —empezó Isabel, pero Socorro no la dejó terminar.

—Bueno, da igual. Lo de tus tomates: ¡están tan salados que no se pueden comer! Necesitas otra receta, menos sal. Y dicen que el vinagre se puede cambiar por…

—No habrá sal ni vinagre —cortó Isabel con frialdad—. Ni azúcar. Basta, Socorro.

—¿Cómo que basta? —Socorro se quedó atónita—. ¿Es que te has enfadado?

—No. Solo estoy cansada. Viviré para mí ahora, descansaré. Mis hijos llevan tiempo diciéndomelo…

—¡Pues que te ayuden ellos, y tú descansa! —la interrumpió Socorro.

—Mis hijos son buenos, me ayudan —respondió Isabel con calma—. Pero tú, ¿te acordaste de mi salud? El médico me dijo: azúcar alto, dieta necesaria. Así que ni sal ni azúcar.

—Está bien, pero ¡no nos olvides! —insistió Socorro—. ¿Cómo van tus plantones? ¿Ya los tienes?

—Van creciendo —respondió Isabel secamente, pero para sus adentros sonrió. No había plantones aún, y ahora no los habría. Cinco matas de tomate, y suficiente. Para ella.

Tras despedirse de Socorro, llamó a Carmen.

—Pasa —dijo al teléfono—. Tomaremos té, que sola me aburro.

Al té, hablaron del verano y sus planes.

—Quiero plantar flores, pero no entiendo —confesó Isabel—. Tú hasta las vendes, y sin complicarte.

—Las flores también necesitan cuidado —sonrió Carmen—. Pero no son como los tomates, no hay que encurtirlos. Vendo más en macetas, mi nieta ayuda por internet. Voy al mercado, pero sola es aburrido. Contigo sería distinto, aunque tú no irías. Y con tus tarros, debía ser agotador.

—Ya casi no me quedan, los parientes se los llevaron casi todos —suspiró Isabel—. Y no haré más. Estoy harta. Encima me dan lecciones de cuánta sal poner…

—Yo desde el principio solo hice para mis hijos —dijo Carmen—. ¿Quieren verduras? Ahí está la azada y los surcos. Pero mis hijos viven lejos, no les interesa. Vivo para mí. En verano puedo irme, no hay invernadero que atender. Un par de gallinas, y basta. ¡Tú tienes montones!

—Cierto, ¡se me olvidaban las gallinas! —se animó Isabel—. Venderé casi todas, quedarán un par, como tú. Huevos frescos, y listo.

—¡Así se habla, Isabel! —la felicitó Carmen—. ¿Vendrás al mercado conmigo? Tú con hierbas, yo con flores… ni aburrido ni pesado.

—¡Trato hecho! —sonrió Isabel.

Cuando sus hijos llegaron a plantar patatas, se asombraron del cambio. En el invernadero, solo hierbas verdes como un campo de esmeralda.

—Mamá, ¿te has vuelto agricultora de perejil? —rió Javier.

—Las hierbas tienen demanda —respondió Isabel—. Carmen vende flores, y yo perejil, cilantro, cebollino. Ya preparo la segunda tanda.

—¿Y luego vuelta a tomates, tarros y visitas? —bromeó Lucía.

—¡Ni hablar! —cortó Isabel—. Solo para mí y para vosotros. NY cuando Socorro volvió al verano siguiente, encontró el huerto lleno de flores, la mesa puesta solo para cuatro, y una Isabel que, por primera vez en años, sonreía sin preocupaciones.

Rate article
MagistrUm
Tomates amargos: cómo las conservas destruyeron los lazos familiares