Lucía se ajustó nerviosa el cuello de la blusa mientras contemplaba el viejo edificio de cinco plantas en el corazón de Madrid. En sus manos llevaba un ramo de flores para su futura suegra y una caja de magdalenas caseras. Hoy era el día de conocer a la madre de su prometido, Javier. Un encuentro del que dependía tanto… Y, como descubriría más tarde, no era para menos su inquietud.
Isabel Martínez, la madre de Javier, los recibió con una cortesía fría. Su apartamento era amplio, impecable, con un aire de severidad anticuada. En la mesa, ensaladilla rusa, jamón serrano y conservas caseras. Se había preparado para la ocasión. Pero sus ojos no mentían: frío, desconfianza, un desdén calculador.
—Bueno, Lucía, ¿en qué trabajas? ¿Dónde están tus padres? ¿Qué me dices de tu vivienda, de tus ahorros, de tus planes? — Las preguntas caían una tras otra. Lucía respondía con calma, conteniéndose.
Pero la tensión crecía. Cuando el silencio se hizo demasiado pesado, Isabel dijo de repente:
—Javi, ven a ayudarme a la cocina, quedan croquetas por freír.
—Claro, mamá.
Salieron, pero Lucía escuchó con claridad la voz de Isabel desde la cocina. Primero susurros, luego cada vez más fuerte.
—¿Te has vuelto loco? Es una trepa, obstinada. La vi en la pastelería, ¡fregando suelos! ¿Esa va a ser tu mujer? Tú eres un triunfador, con tu negocio, y ella te arrastra a su mundo. ¡A las afueras! ¿Qué quiere de ti? ¡Tienes piso, coche, posición! ¿Y ella?
El corazón de Lucía latía como un tambor. Sus manos se helaron. Se levantó en silencio, se puso el abrigo y salió. Sin dramas, sin escándalos. Solo frío en el pecho y un “todo claro” en sus labios.
Con Javier se habían conocido en la pastelería. Él iba a menudo por dulces para sí y su madre. Un día, fue Lucía quien estaba tras el mostrador. Algo pasó entre ellos al instante: una mirada, una sonrisa, unas palabras.
—Para mi madre, magdalenas de canela; para mí, de chocolate. Y una cajita de palmiers. ¿Te apetece salir esta tarde?
—Hoy no puedo, cierro tarde. Quizá otro día.
Seis meses después, él le pidió matrimonio. Resultó ser dueño de una pequeña cadena de pastelerías, un negocio heredado de su madre. Ella lo empezó; él lo expandió. Trabajaba sin reparos —fregaba, atendía, lo que hiciera falta.
—Yo lo tengo fácil —decía Lucía—. Vivo con mi madre, mi abuela y mi hermana. La casa es grande, heredada de mi abuelo.
—Yo vivo con mi madre. Tenemos un ático. Podrías mudarte con nosotros.
—No. No dejaré a mi abuela. Podemos buscar algo juntos, pero no me iré contigo.
—¡Eso es un pueblo!
—Es una urbanización en las afueras. No confundas.
Tras la incómoda visita, Lucía evitaba hablar de la boda. Javier insistía:
—Mi madre solo está nerviosa. Pero te acepta. Se ha informado, lo sabe todo. Quiere conocerte mejor, visitar a tu abuela.
—¿Informarse? ¿Aceptarme? No, mi abuela viene al café. Que se conozcan ahí. Sin evaluar mi casa.
La boda se celebró. Javier se mudó con Lucía. Un año de tranquilidad, casi de felicidad. Hasta que llegaron las visitas de su suegra.
—Qué bonito tenéis esto. Me quedaría para siempre —decía Isabel, recorriendo la casa con la mirada.
Y entonces, el estallido. Javier perdió el trabajo, y pronto Lucía descubrió la verdad: antes de casarse, había pedido un préstamo enorme… para un piso de su hermana. Él debía pagarlo. Todo se mantuvo en secreto hasta que el banco empezó a llamar.
Isabel irrumpió en la casa como un huracán.
—¿Qué has hecho, Lucía? ¡Mi hijo lo ha dado todo por ti, ahora está arruinado! ¡Tú lo arrastraste, lo despojaste, y ahora está hundido en deudas!
—¿De qué hablas? Vive aquí gratis, no paga gastos, come de lo mío, usa lo mío. ¿Qué deudas?
—¡Trabaja para ti y no tiene dinero! ¿Dónde está su sueldo?
—Javier, explícame. ¿Qué está pasando?
—¡Cállate, Javier! —gritó Isabel.
—¡Basta! Javier, habla. ¿Qué préstamo?
—Lo pedí… seis meses antes de la boda. Para mi hermana. Se divorció, tiene niños… Mi madre me pidió ayuda.
—¿Y cuándo pensabas decírmelo?
—No lo sé…
—¿Y ahora qué?
—Págalo. Sois una familia, así que juntos —sentenció Isabel.
—No. No somos nada. Salid. Los dos.
—¿En serio? —Javier palideció.
—Muy en serio. Deja las llaves.
Se fue. Sin gritos. Sin abrazos. Solo con una maleta. Lucía cerró la puerta tras él, sin derramar una lágrima. Solicitó el divorcio. No había nada que repartir.
Él volvió con su madre, su hermana y sus sobrinos. Encontró trabajo. Paga el préstamo. Sobrevive.
¿Y Lucía? Amplió la pastelería. Se hizo más fuerte. Y supo con certeza: el amor no es sacrificio ni confianza ciega. Es honestidad, respeto y elección. Elegir no salvar, sino cuidarse a una misma.