Se encontró con su destino y renació.

Se puso una cruz sobre sí misma. Y entonces, el destino le regaló una vida nueva…

Álvaro entró en el piso tarde por la noche. El cansancio marcaba su rostro, y en sus ojos se libraba una batalla interna. En silencio, se quitó los zapatos, caminó hacia la cocina y se sentó a la mesa.

—Álvarito, ¿cenarás? —revoloteaba a su alrededor Lucía—. He preparado el cordero asado, como te gusta. Mira, con manzanas… ¿Por qué estás tan serio?

Él la miró fijamente, sin la sonrisa de siempre:

—Lucía, tenemos que hablar en serio. Ya no puedo vivir entre dos casas. ¿Cuándo estaremos juntos de verdad? Tengo mi propio piso.

Lucía se oscureció de repente. Todo lo que había evitado durante tanto tiempo la había alcanzado.

—Bien —susurró—. Pero primero debes conocer a mis hijos.

Se encontraron en una cafetería. Javier y Miguel se sentaron a un lado de la mesa, mientras que Carmen se acomodó junto a Lucía. Cuando Álvaro entró, los jóvenes se quedaron petrificados. Las bocas se abrieron de asombro. Lucía no entendió al principio, pero cuando sus hijos intercambiaron miradas furiosas, todo cobró sentido…

—¿Estás de broma, mamá? —estalló Javier primero—. ¿A tu edad buscando amor? ¡Qué vergüenza!

—Mamá, pensábamos que tenías juicio —añadió Miguel—. A tu edad, las mujeres ya son abuelas, no andan trayendo hombres a casa.

—Solo tengo cuarenta y cuatro —replicó Lucía en voz baja.

—Pues vive tranquila, sola. Javier y yo nos buscaremos un piso. No queremos vivir bajo el mismo techo que tú y tu novio.

Carmen apartó la mirada. Y durante un mes entero, no pronunció ni una palabra hacia su madre.

Lucía no lloró. Simplemente se sentó en la oscuridad de la noche, recordando su vida. Cómo había empezado todo.

…Hubo un tiempo en que fue una alumna ejemplar. Una chica tranquila, sensata, con una buena familia, padres que la adoraban y soñaban con que ingresara en una universidad prestigiosa. Pero a los diecisiete años, se enamoró. De Marcos.

Él tenía veinticuatro. Alto, de voz ronca, manos fuertes y mirada orgullosa. A sus padres no les cayó bien desde el principio. Su padre lo echó cuando fue a pedir su mano. Pero Lucía no escuchó a nadie y, unos meses después, se marchó con Marcos a otra ciudad.

Al principio fue un cuento de hadas. Nació su primer hijo, Javier. Sus padres les ayudaron, comprándoles un piso. Luego llegó Miguel, y con la alegría, les dieron un ático. Pero fue entonces cuando el cuento se convirtió en pesadilla.

La familia de Marcos resultó ser de bebedores. El hermano, un vago; los padres, juerguistas. Marcos empezó a pasar más tiempo con ellos, desapareciendo semanas enteras. ¿Trabajo? ¿Quién iba a contratar a alguien que se emborrachaba cada mes?

Lucía cargó con todo sola. Trabajó en dos empleos, estudiaba a distancia. Por las noches, limpiaba. Le daba vergüenza pedir ayuda a sus padres. Mientras, su marido se tumbaba en el sofá, exigiendo “cerveza fría”.

Cuando regresó de una consulta médica —embarazada del tercero— y escuchó: “¿No hay espuma? Pues vete a comprarla”, no pudo más. Firmó los papeles del divorcio. Le llamó un taxi. Él se rio, incrédulo. Error suyo.

No volvió. Las cerraduras eran nuevas. La vecina vigilaba para que no montara escándalos. El divorcio fue rápido. Ni siquiera supo que había tenido una hija.

Tres meses después, Marcos murió. Un incendio por una cocina sin apagar en la casa de campo. Sus padres estaban en el huerto, el hermano sobrevivió. Marcos, no. Lucía sintió culpa… pero comprendió que no estaba obligada a ser su niñera de por vida.

Nació Carmen. Tres hijos. Trabajo. Rutina. Dormir tres horas.

Olvidó lo que era sentirse mujer. Olvidó ser deseada. Crió a sus hijos. Las pensiones por viudedad las ahorró para ellos.

Borró su vida personal. Creía que no tenía derecho.

Hasta aquella noche de lluvia. La fiesta de cumpleaños de una compañera, la parada de autobús tarde, el aguacero. El autobús no llegaba. Y entonces, un coche frenó.

—¿Te llevo?

Un hombre normal. Mirada cálida. Amable. Se llamaba Álvaro. Resultó que vivían cerca. Luego la esperó cada mañana, la llevaba al trabajo, la recogía. Preparaba café en el coche. Le decía que era hermosa.

Lucía ya no estaba acostumbrada a los halagos. Pero con él era fácil. Él se había divorciado —sorprendió a su esposa con un amante. No tenían hijos.

Y de pronto, le propuso vivir juntos. Ella… no supo qué hacer.

Sus hijos la rechazaron. La llamaron frívola. Dijeron que se buscaran su propia vida.

Lucía sufrió. Pero algo dentro de ella hizo clic.

—Pues bien —les dijo a sus hijos—, dividiremos el piso en tres estudios. Yo pondré la diferencia. Sois adultos. Y yo… no tengo por qué estar sola solo porque os convenga.

Y se mudó con Álvaro.

Entonces ocurrió el milagro —Lucía volvió a ser madre. Su embarazo fue difícil. Los médicos no lo recomendaban. Pero ella decidió dar a luz.

Álvaro no se separó de ella. La llevó a hospitales, pasó noches en vela a su lado. Fue padre desde el primer latido del corazón.

Sus hijos… desaparecieron. No llamaban. No escribían.

Pero el día del alta, los tres estaban allí. Con flores. Con globos. Con disculpas.

Ahora, en casa vuelve a escucharse la risa de los niños. La pequeña Adriana corre por el salón, y sus hermanos mayores están de nuevo a su lado. Carmen viene a ayudar. Javier trae a su esposa. Miguel organizó una cena familiar.

Lucía mira a Álvaro, y el corazón se le detiene.

Pudo haber renunciado. Pudo quedarse sola. Pero eligió vivir.

Y ahora lo sabe: nunca es tarde para ser feliz. Cuando junto a ti está quien te ama de verdad.

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MagistrUm
Se encontró con su destino y renació.