La abuela se lamenta por el desinterés de su nieto. ¿Dónde estaba cuando él necesitaba a su familia?

Hoy, mientras escribo en este diario, no puedo evitar recordar aquel amargo episodio que aún me duele. Mi suegra se quejó de que su nieto la ignoraba. Pero, ¿dónde estaba ella cuando él necesitaba una familia?

Eugenio y Valeria se casaron siendo casi unos críos, apenas con diecinueve años. Ambos acababan de entrar en la Universidad de Derecho de Barcelona cuando surgió entre ellos un amor puro, sincero, de esos que solo se tienen a esa edad. Un año después celebraron una boda humilde, pues Valeria ya esperaba un hijo. Todo parecía un cuento de hadas: juventud, amor, un bebé en camino… Pero, como suele pasar, la vida no es tan dulce como los sueños.

Después del parto, Valeria dejó de amamantar al niño. Primero dijo que estaba agotada, luego habló de depresión. A la semana, empacó sus cosas, dejó una nota en la mesa y se fue. Para siempre.

Eugenio quedó destrozado. No entendía cómo, si en el hospital aún le sonreía y prometía ser la mejor madre, ahora solo quedaba una cuna vacía, el llanto de un bebé y una soledad que lo ahogaba.

Más tarde, a través de comentarios de conocidos, supo que Valeria se había marchado con su madre, doña Alba, hacia Alemania. Según decían, ella “necesitaba recuperarse, vivir para sí misma”, y que el niño “que lo resolviera su padre”, ya que tanto “le alegró la paternidad”.

Resultó que fue mi suegra quien presionó a su hija: “Eres joven, no arruines tu vida, si te quedas entre pañales, te marchitarás”. Valeria obedeció. Y Eugenio se quedó solo con un hijo al que amaba, pero no sabía cómo criar.

Por suerte, vivía cerca una vecina, doña Carmen, una mujer de gran corazón. Fue su apoyo. Mientras Eugenio trabajaba de noche en un taller mecánico, ella cuidaba del pequeño Álvaro. Se convirtió en su segunda madre: lo arrullaba, le cantaba canciones de cuna, le enseñó a hablar, lo llevaba a las funciones del colegio.

Durante años, Álvaro preguntaba: “Papá, ¿por qué todos tienen mamá y yo no?”. Eugenio callaba, con el pecho apretado. Juró que no habría otra mujer en casa: solo su hijo. Su risa sería su recompensa.

El tiempo pasó. Álvaro creció, se graduó en Derecho, como sus padres soñaron alguna vez. Ahora trabaja con su padre en su bufete familiar. Un muchacho brillante, honrado, con metas claras. Entre ellos hay una amistad fuerte, de esas que no necesitan palabras.

Hasta que un día tocaron a la puerta. Una mujer mayor, con abrigo caro y una sonrisa arrogante, se plantó en el umbral:

—Hola, Álvarito. ¿No reconoces a tu abuelita?

El chico la miró sin expresión. Ese rostro no le decía nada. Ni un recuerdo, ni cariño. Nada.

—Disculpe, ¿quién es usted?

—¿Cómo que quién soy? ¡Tu abuela! ¡La madre de tu propia madre! ¿Nunca te hablaron de mí?

—No. Porque no había nada que contar.

—¿Así le hablas a tus mayores? ¡Ahora que tienes estudios y carrera, es tu deber cuidarme! Mi pensión es una miseria, me duele todo… ¡Soy tu sangre!

—¿Y dónde estuvo usted estos veinticinco años?

—La juventud es así… tenía que vivir mi vida. No estaba para vosotros. Pensé que más tarde…

—Pues vuelva “más tarde”. Para mí, usted no es nadie. Lárguese y olvide el camino.

La mujer resopló, murmuró algo sobre “desagradecidos” y se marchó. Días después, Eugenio compartió la historia en redes, sin nombres, pero pidiendo opiniones. Las respuestas fueron divididas.

Unos decían: “Solo busca quien le pague la vejez. ¿Dónde estaba cuando el niño necesitaba atención?”. Otros, más compasivos: “Quizá se arrepintió, vino con esperanza…”. Pero la mayoría coincidía: el amor no son palabras, son hechos. Si un día te vas, no esperes que te esperen eternamente.

Y Eugenio solo dijo:

—En esta casa criamos a un hombre. No por sangre, sino por principios. Si en su vida no hubo abuela, fue por algo. Se fueron en silencio… que no vuelvan con ruido.

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La abuela se lamenta por el desinterés de su nieto. ¿Dónde estaba cuando él necesitaba a su familia?