El secreto de una antigua carta: el amor vence al pasado

El Secreto de la Carta Antigua: El Amor es Más Fuerte que el Pasado

Víctor llegó a casa exhausto después del trabajo. En verano, trabajaba en la construcción para no depender siempre de su madre. Terminaría la universidad en un año, conseguiría un buen empleo y se casaría con su amada Ana.

“Mamá, ¿qué tal si este fin de semana vamos al pueblo? Descansaremos y yo iré a pescar”, propuso con ilusión mientras terminaba la cena.

“Justo pensaba lo mismo, hijo”, respondió Marina sirviéndole un té. “Pensé que estabas demasiado cansado para ir. Quizá deberíamos vender la casa. Si nadie la habita, se arruinará. Desde que tu padre falleció, no hemos vuelto. Si no la necesitáis, el dinero daría para la boda.”

“Los padres de Ana tienen una casita cerca de la ciudad”, asintió Víctor. “Me parece bien. Vendámosla. Iremos el viernes por la tarde.”

“Y llevaremos a Ana”, añadió Marina, sonriendo.

Víctor solía pasar los veranos en el pueblo con su abuela. Tras su muerte, sus padres iban de vacaciones, incluso cultivaban un huerto. Pero después del accidente de su padre, Marina dejó de visitar la casa.

El viernes, viajaron en autobús. Víctor miraba por la ventana mientras Ana dormía apoyada en su hombro. El trayecto era corto—cuarenta minutos—pero el calor lo hacía interminable. Al llegar, bajaron en la última parada del pueblo. Los pasajeros se apresuraban con sus bolsas mientras Víctor saltaba al suelo, inhalando el aire caliente.

“Pobrecito, tienes la camisa empapada”, se compadeció Ana.

“No pasa nada”, sonrió él. “Dejaremos las cosas e iremos al río.”

Caminaron por las calles bajo las miradas curiosas de los vecinos. Las mujeres los saludaban pero no preguntaban adónde iban—en el pueblo no se hacía. Víctor llevaba las bolsas con comida, sintiéndose aliviado tras el agobiante viaje.

El patio de la vieja casa estaba cubierto de maleza. “Cuidado con los pies”, advirtió Marina. Ana dio un grito y se aferró a Víctor. La cerradura oxidada cedió fácilmente. Entraron en la fresca estancia y se quedaron quietos.

“Parece que nunca nos fuimos”, suspiró Marina, nostálgica.

Víctor reconoció cada detalle: fotos descoloridas, dibujos que él mismo recortó de revistas en su infancia, cortinas sencillas. Las camas de hierro tenían almohadas bajo colchas tejidas. En el centro, una mesa cubierta con un mantel azul gastado.

“Es acogedor”, dijo Ana. “¿No os da pena venderlo?”

“Yo deshago las maletas”, ordenó Marina. “Víctor, trae leña del patio. Ana, echa un vistazo.”

La casa cobró vida. La estufa crepitó, y pronto aparecieron garbanzos, té, azúcar y galletas en la mesa. La vieja cocina eléctrica funcionó. Víctor trajo agua del pozo y Marina puso la tetera. Al abrir puertas y ventanas, el calor escapó. Víctor y Ana se fueron a bañar al río.

Por la noche, la casa crujió como quejándose de su soledad. Por la mañana, Marina los mandó al desván a limpiar mientras ella ordenaba los armarios.

“¡Qué telarañas!” Ana se pegó a Víctor bajo el techo bajo. Había ropa olvidada y objetos inútiles. Tiraron montones de revistas, levantando polvo. Ana encontró un papel doblado.

“Víctor, ¡mira esto!”

“¿Qué es?”

“Una carta”, dijo ella, leyendo en voz alta:

*Querido Sergio: ¿Qué ha pasado? Prometiste venir, hablar con tus padres y regresar por mí. Ha pasado un mes sin noticias. Estoy desesperada. Quería decírtelo en persona, pero quizá esto te apresure: espero un hijo. Si mi madre viviera, me apoyaría. Mi tía… no sé si se alegrará al verme. Ven pronto, te necesito…*

La carta hablaba de amor y angustia. Al final, firmaba: *Elena*.

“¿Y qué tiene de especial?”, encogió Víctor los hombros. “Es solo una carta.”

“No entiendes”, suspiró Ana. “Va dirigida a *Sergio*. ¿No te das cuenta?”

“¿Y qué? Quizá mamá sabe algo”, dijo él.

“Espera”, lo detuvo Ana. “La firmó *Elena*, no tu madre. ¿Por qué la escondieron? ¿Por qué la guardaron?”

“Vaya detective”, sonrió él. “¿Cómo averiguamos quién la escribió?”

“Si viviera tu abuela…”, murmuró Ana. “¿Queda alguien de su edad en el pueblo?”

“Ni idea. Preguntemos. ¡Mamá!”, llamó Víctor.

“¿Qué?”, respondió Marina entre estornudos.

“¿Vive todavía la tía Nines?”, preguntó él.

“Creo que sí, al final del pueblo”, contestó ella con recelo. “¿Por qué?”

“Quiero saber más de la familia. ¿En qué casa vive?”

“La última, cerca del campo. Es pariente lejana de tu abuela. ¿A dónde vais?”

“Al río”, mintió Víctor.

La casa de Nines estaba medio derruida. Al acercarse, una anciana en pañuelo blanco salió.

“¿Buscáis algo?”, preguntó.

“Soy Víctor, hijo de Sergio y Marina.”

Nines los invitó a pasar. “Contadme por qué venís”, dijo mientras servía té.

Ana leyó la carta. Nines suspiró. “Marina no está, así que no le habéis dicho. Mejor.”

Tras un silencio, comenzó: “Marina era hermosa. Todos la cortejaban, pero solo amaba a tu padre. Él se fue al servicio militar, y ella esperó. Cuando volvió, se casaron en una boda que duró días. Luego se mudaron a la ciudad. Marina trabajó de contable, y Sergio en una fábrica.

Un día, llegó una chica embarazada preguntando por Sergio. La madre de él la rechazó, pero la llevó conmigo para que no sufriera. Esa noche nació una niña. La ambulancia se las llevó. Nunca más supimos de ellas. Sergio lo contó todo: tuvo un romance mientras estaba lejos, pero al volver eligió a Marina. Tú naciste al año siguiente.”

Nines calló. “Marina nunca lo supo. No sé si hice bien al decíroslo.”

“¿La quieres?”, preguntó a Ana.

“Con todo mi corazón”, afirmó Víctor.

“Mi madre se llama Elena”, murmuró Ana.

“Eso no significa nada”, dijo él, abrazándola. “Incluso si fuera cierto, no cambiaría lo nuestro.”

Ana lo miró con lágrimas. “¿Y si es verdad?”

“Haremos lo que tú decidas. Pero el pasado no nos define.”

Al regresar, Marina los regañó por desaparecer. Vendieron la casa en primavera. Se casaron en agosto, en una boda sencilla. Un año después nació su hijo.

Ana le contó a su madre. “Bonita historia”, sonrió ella. “¿Crees que soy yo? Tranquila, nunca conocí a ningún Sergio. Tú naciste en julio. El pasado debe quedarse donde está. Lo importante es el presente.”

Y así comprendieron que algunas preguntas no necesitan respuesta, porque el amor verdadero supera cualquier secreto. La felicidad no está en lo que fue, sino en lo que construimos cada día.

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