**El pelo en el plato: cómo las peleas por un gato destruyeron el amor**
—Javier, te lo pido por última vez. ¡Cambia de tema! Prometiste que no volverías a hablar mal de mi hijo —Laura intentaba controlarse, pero la voz le temblaba.
—No hablo mal, solo digo la verdad —replicó Javier con sequedad—. Vive a tu costa mientras tú te derrites. ¿No ves que estás criando a un holgazán?
—¡Se acabó la conversación! —casi gritó Laura—. Mi hijo es universitario. Mientras estudie, yo lo mantendré. ¡No necesito tu permiso!
—¿O sea que mi opinión no vale nada? —masculló él—. ¿Solo quieres oír halagos? Pues no, cariño, tendrás que contar conmigo.
—¡No tendré que hacerlo! —cortó ella—. Si no callas, me iré ahora mismo. ¡Otra vez! Hace dos semanas juraste que no lo discutiríamos más. ¿Lo olvidaste?
—¡Lo recuerdo! —gruñó Javier—. Pero ¿cómo callarme si se comporta así? Tú te desvives por él, y ni siquiera lo valora.
—¿Quién te dijo que no lo valora? —Laura temblaba de rabia—. Adrián me quiere y me da las gracias por todo. ¡Cállate, he dicho! ¡Se acabó!
Dio media vuelta y se refugió en la cocina para calmarse. Pero Javier, cegado por la indignación, la siguió.
—Laura, ¿ni siquiera quieres escucharme? —su tono sonaba casi suplicante—. ¡Al menos merezco eso!
—¡Primero ten un hijo, críalo, y luego opinarás! —espetó ella—. ¡Tus palabras son envidia pura!
Javier tenía una hija de su primer matrimonio, pero no la veía desde hacía ocho años. Su madre se había mudado a otra ciudad cuando la niña tenía solo dos años.
—¿Envidia? —él parpadeó, sorprendido—. ¿Crees que envidio a tu vago? ¡Qué ridiculez!
—¡Claro que sí! —replicó Laura—. Tiene veinte años y tiene todo lo que a ti te falta.
—¿Qué, que su mamá le paga el piso y le manda dinero cada día? ¿Eso tengo que envidiar? —preguntó con sarcasmo.
—¡Al parecer, sí! —replicó ella—. Si no, ¿por qué te molesta?
—¡Solo intento hacerte entender que lo has malcriado! —insistió él.
—¡Si quiero, lo malcrío! Es mi único hijo y puedo permitírmelo —cortó Laura.
—¡Ah, sí, claro, porque eres millonaria! —se burló Javier.
La discusión no había empezado por eso. Laura ni siquiera supo cómo habían vuelto a hablar de Adrián. Todo había sido tranquilo: estaban viendo la tele cuando salió un anuncio de un sillón de masajes. Javier se entusiasmó con la idea de comprar uno y hasta encontró un modelo a buen precio.
Laura no se opuso, pero le recordó:
—Hagámoslo más adelante. Te pedí que evitemos gastos grandes hasta que me paguen. Quizá tenga que pedirte prestado.
Nunca le había pedido dinero a Javier. Rara vez le retrasaban el sueldo, pero esta vez era así. Laura trabajaba desde casa, solo salía para hacer la compra. Pasaba días enteros frente al portátil, escribiendo y revisando, pero el sueldo era bueno: un cincuenta por ciento más que el de Javier. No eran millones, pero alcanzaba para el alquiler, la comida y ayudar a su hijo.
—Laura, ¿no crees que si faltara dinero, alguien podría buscar un trabajo extra? —insinuó él.
—¿Te refieres a Adrián? —frunció el ceño—. Ya te dije que no quiero. Lo mandé a estudiar, no a gritar “¡Caja libre!”
—¡Es un hombre! ¡Debería entender que el dinero no crece en los árboles! —se indignó Javier.
—¡No necesitas enseñárselo! —rebatió ella.
—¡No entiende nada mientras se lo des todo en bandeja! —insistió él.
—¡No es asunto tuyo! ¡Basta, me estás hartando! —gritó Laura.
La pelea duró aún media hora, hasta que se apagó. Para suavizar el ambiente, Laura fue a la cocina, preparó té y unos bocadillos.
—Toma —dijo, acercándole un plato.
Javier torció el gesto y lo apartó.
—No quiero… —empezó, pero de pronto vio algo—. ¡Mira! ¡Pelo en el plato! ¡Tu gato me saca de quicio! ¿Por qué hay tanto pelo? ¿Ni siquiera limpias?
—¡Limpio dos veces por semana! ¡No tengo tiempo para más! —respondió Laura, sintiendo que la rabia volvía.
—¡Pero estás en casa! ¿Qué cuesta coger la fregona? —le espetó él.
—¡No solo estoy sentada! ¡Trabajo y gano más que tú! —soltó ella.
Javier palideció. La idea de que su mujer ganara más ya le molestaba, y su tono despectivo fue la gota que colmó el vaso.
—¿O sea que ahora ya no soy un hombre? —dijo entre dientes.
—¡No he dicho eso! —cortó ella—. ¡Me estás sacando de quicio! También me gustaría vivir en una limpieza esterilizada si alguien limpiara por mí. ¡Fregar no es solo cosa de mujeres!
—¿He dicho que lo sea? —se defendió él.
—No lo has dicho, pero ¿cuántas veces has limpiado desde que vivimos juntos? ¡Ninguna! ¡Y llevamos aquí seis meses! —recordó Laura.
Javier reflexionó, intentando recordar aunque fuera una vez. Laura tenía razón: él había dejado todo en sus manos, pero no iba a admitirlo.
—¡Ay, qué delicada! ¡Barrer ya es un esfuerzo! —se burló—. ¡Y yo, por cierto, no ensucio!
—¡Yo tampoco! —replicó ella—. Pero quieres que ande con la bayeta todo el día, que lave ventanas dos veces por semana y friegue el suelo dos veces al día. ¡Ya te avisé que no sería así!
Cuando Javier le propuso vivir juntos, Laura fue clara: limpieza dos veces por semana, según horario. El resto no era su problema.
—¡No sabía que tu gato iba a llenar la casa de pelos! —siguió él.
—¡No están por todas partes! ¡Los buscas con lupa? —se indignó ella—. ¡Y deja de gritar, asustas a mi gato! ¡Mira, se ha metido bajo el sofá!
Peluso, el gato, los observaba aterrorizado, sin atreverse a salir.
—¡Qué sensibilidad! —espetó Javier—. Ni al gato ni al hijo sabes educar. ¡Uno maúlla de noche y el otro te chupa la sangre sin pena!
—¿Otra vez con Adrián? —estalló Laura—. ¡Quizá deberías salir a dar un paseo! ¡Airearte!
—¡No iré a ningún lado! ¡Este es mi piso! —declaró él.
—¿Y que lo pagamos a medias no cuenta? —replicó ella.
—¡Viví aquí primero, así que es mío! —cortó él.
—¡Pues mañana vuelvo con mi hijo! —chilló Laura, corriendo al baño y cerrando la puerta de golpe.
—¡Vete! ¡A tus cuarenta y tres años, quién te va a querer! —le gritó Javier.
Laura no podía soportar más sus ataques. Y todo había empezado tan bonito…
Nació en un pueblo de Toledo. Allí se enamoró, se casó, tuvo a Adrián y, seis años después, se divorció. Su exmarido se mudó, pero pagó la manutención hasta que AdriAunque Javier intentó disculparse una vez más, Laura ya había tomado su decisión y prefirió seguir adelante, encontrando paz al lado de su hijo y aprendiendo que el amor nunca debería exigirle renunciar a lo que más valora.