*Diario de un hombre*
María López se encontraba en su huerto de Manzanal, contemplando los manzanos cargados de fruta. La cosecha este año era excepcional. Manzanas rojas, amarillas, con mejillas sonrosadas, caían al suelo, impregnando el aire de un dulce aroma. Ni siquiera intentaba recogerlas —no quedaba quien las comiera.
En el pueblo apenas quedaban vecinos. Los jóvenes se habían marchado a la ciudad buscando mejor vida, y a los mayores se les podía contar con los dedos de una mano. En invierno, en Manzanal, solo se veían luces en cuatro o cinco casas.
—¿En qué piensas, María? —sonó una voz a su espalda—. ¿No te arrepientes de irte?
Era su vecina Carmen, que había llegado con un carrito para llevarse manzanas.
—¿Eres tú, Carmen? —suspiró María—. Toma, llévate las que quieras. Al menos tu cabra las aprovechará. Coge todas las que puedas cargar… ¿Arrepentirme? Ojalá pudiera, pero mi hijo ya ha arreglado la venta de la casa, incluso dieron una señal.
—Qué pena perderte —dijo Carmen, moviendo la cabeza—. ¿Quién vendrá a vivir aquí? No sabemos qué clase de gente será. Y dudo que se queden todo el año, solo vendrán en verano.
Carmen guardó silencio y empezó a recoger manzanas. María, mirándola, murmuró:
—¡Vaya cosecha! No recuerdo otra igual. Justo cuando me iba, el huerto, la tierra… parece que me retienen. Dios mío, qué difícil ha sido tomar esta decisión. Y aún no entiendo por qué lo hago.
—A tu hijo le conviene —respondió Carmen—. Así no tendrá que venir hasta aquí. Lo tendrá todo cerca: tiendas, médicos. Y no tendrás que trabajar duro —ni leña ni huerto.
—Tienes razón —asintió María, pero su voz temblaba—. Pero mi alma se queda aquí. La cabeza lo entiende, pero el corazón no me deja ir. Carmen, te dejo a Micifús y a Canelo. Cuídalos hasta que me aclare. A Micifús quizá me lo lleve, pero Canelo es viejo, en un piso no estaría bien. Qué pena…
—No te preocupes —dijo Carmen—. Mañana llevo a Canelo a mi casa, y Micifús vendrá solo, es listo. No llegues tarde al autobús. Ojalá nos veamos otra vez. A lo mejor vuelves… Y ya me prometiste visitarme, no lo olvides.
—Sí, sí… —balbuceó María—. La maleta está lista; mi hijo vendrá el fin de semana por lo demás.
Recorrió la casa una última vez, deteniéndose frente a la cocina de leña. Las lágrimas nublaban su vista, pero el tiempo apremiaba. María salió a la carretera y se sentó en un tronco viejo junto al camino.
Pronto llegó el autobús, chirriando y traqueteando. María, después de saludar al conductor, se acomodó junto a la ventana. Era la única pasajera —Manzanal era la parada final.
El camino, como siempre, estaba lleno de baches. Tras las lluvias, los hoyos se habían convertido en charcos, y el autobús avanzaba con lentitud. De repente, en uno de los baches, se oyó un crujido sordo y el vehículo se detuvo. El conductor, refunfuñando, bajó de la cabina.
—¿Qué ha pasado? —gritó María, asomándose por la ventana.
El conductor, agachado junto a la rueda delantera, negó con la cabeza:
—Esto está mal, necesito ayuda o pasaremos la noche aquí.
Mientras llamaba, María, sorprendentemente, sintió alivio. Bajó del autobús y dijo:
—No hemos llegado lejos, volveré a casa. Si no llega ayuda, ven a dormir al pueblo. Ya es tarde.
—Llegarán en una hora —respondió el conductor—. ¿No prefieres esperar? Aunque luego habrá que arreglarlo.
—No, no esperaré —dijo María con firmeza—. Son solo dos kilómetros, llegaré.
—¿Segura? —dudó él.
—¡Claro! —sonrió ella—. He caminado caminos peores —ya fuera por setas o para comprar pan en el pueblo de al lado.
María echó a andar con paso ligero de vuelta a Manzanal. La maleta parecía liviana, y su corazón cantaba de alegría. Carmen, que volvía a casa con el carrito, la vio acercarse.
—¡Vaya sorpresa! —exclamó—. ¿Qué significa esto?
—Que la casa no me dejó ir —rió María—. Ahora llamaré a mi hijo para que no me espere. El autobús se averió a las afueras, algo con la rueda. Ya conoces estos caminos.
—¡Mejor así! —se alegró Carmen—. Ven a cenar a mi casa. Tú debes tener la despensa vacía, y yo tengo comida caliente. Charlaremos un rato.
Canelo, al verla, ladró contento y movió la cola. Micifús entró corriendo directo a su plato.
María dejó la maleta y dijo en voz alta:
—Dios mío, ¡perdóname! ¿Qué estoy haciendo? No me voy a ninguna parte, y punto.
Micifús maulló en respuesta.
—¿Hablas por Dios, Micifús? —sonrió María—. ¿O apoyas mi decisión?
El gato se frotó contra sus piernas y saltó a su regazo.
—Un momento, debo llamar a Luis —dijo María, marcando el número—. Luis, escucha, el autobús se averió… Sí, justo al salir del pueblo. Parece que no es mi destino irme. Ya estoy en casa. No me esperes, no iré. No, no es broma, fue la rueda. Iba sola. Y sabes qué, me quedo. Perdóname, hijo. Dile a los compradores que no, disculpa mi cambio de opinión.
—¿Estás segura, mamá? —preguntó Luis—. Justo hoy los compradores se echaron atrás. ¿Te lo imaginas? Y no quisieron recuperar la señal, dejaron un par de mil euros por las molestias.
—¡Mejor así! —rió María—. No venderé la casa. Ahora lo sé seguro.
—Bueno, ya hablaremos —suspiró Luis.
—¿De qué hay que hablar? Donde uno nace, allí debe quedarse —contestó María—. Perdóname, hijo.
—¿Qué voy a hacer contigo? —sonrió Luis—. Con ese dinero compraremos leña para un par de inviernos. Mañana la encargo.
—¡Perfecto! —se alegró María—. Te espero con la leña. Ahora voy a darle la buena noticia a Carmen.
Carmen y su marido, Antonio, preparaban la cena. Al enterarse, se alegraron tanto como ella.
—Esto merece un brindis —dijo Antonio, alzando su copa—. Basta ya de mudanzas, María. Quédate en paz y déjanos en paz también. Nos hemos acostumbrado a ti, no te abandonaremos. Y tú también nos ayudas mucho.
—Tienes razón —María se emocionó, abrazando a sus vecinos—. No os asustaré más.
—Lo importante —añadió— es que todas las señales decían que debía quedarme. Hay que escuchar a Dios.
—Y a nosotros de paso —guiñó Antonio.
Brindaron, cenaron y, durante horas, las risas y las conversaciones llenaron la casa.
Una semana después, Luis y su mujer llegaron con la leña. Trabajaron todo el día, ayudados por Carmen y Antonio. Por la tarde, se reunieron en casa de María. El ambiente era alegre, como si nunca hubieran pensado en vender. La puesta de sol era especialmente hermosa. Todos sentados en el porche, la contemplaban.
——No hay lugar como este —susurró María López, mientras el sol se escondía tras los campos, y su hijo la abrazaba con un suspiro de complicidad.