Víctor estaba sentado a la mesa, mirando más allá de Olga. Ella hablaba, gesticulaba, sonreía, pero él estaba perdido en sus pensamientos.
—Vic, no me escuchas en absoluto. ¿Pasa algo? —preguntó ella, alerta.
—No, todo bien —respondió él, volviendo en sí—. Sigue.
—Se te nota… —insistió.
—Dime, ¿sabes hacer sopa? —preguntó de pronto.
—¿Qué? ¿Qué sopa? —se sorprendió.
—Bueno, una normal. Cocido madrileño, caldo de pollo con fideos…
—Claro. ¿Por qué?
—Tengo que pedirte un favor —dijo él con seriedad.
…
Antes de la puerta del apartamento 15 llevaba dos días un par de bolsas de basura. Víctor lo notó al casi tropezar con ellas el día anterior. Por la mañana, otra más pequeña se había sumado. No olían, pero era extraño. El edificio era nuevo, apenas habitado desde hacía un año.
Al volver por la noche, las bolsas seguían allí. Sacudió la cabeza y decidió hablar con los vecinos al día siguiente.
A la mañana siguiente, ya eran tres. Frunció el ceño y llamó. Una, dos veces.
—Voy, voy… —respondió una voz femenina desde dentro.
La puerta se abrió, revelando a una anciana con gafas y un cárdigan azul tejido. Sonrió, pero pareció turbada e intentó cerrar un poco la puerta.
—Buenos días. Las bolsas son suyas. Por favor, bájelas. La limpiadora no está obligada.
—Pensé que… mi nieto vendría. Lo iba a hacer… pero las manos no me responden —dijo, mostrando sus palmas temblorosas.
—Las bajo yo. No se preocupe —Víctor tomó las bolsas y se fue.
…
Esa tarde, al entrar en el portal, la puerta del 15 se entreabrió.
—Buenas tardes. Toma… —La mujer le tendió un billete—. Por la basura.
—No hace falta. En serio.
—Pasa, por favor. Estar de pie me cuesta…
Víctor entró. La casa era sencilla, con pocos muebles. Cajas alineadas junto a la pared: sopas instantáneas, puré de patata, leche larga vida.
—No me cuesta nada. Solo no las deje en el pasillo. Puedo recogerlas a las ocho.
—Gracias, Víctor. Soy Irene Alejandra. Tengo de todo. Mi nieto viene cada mes. Solo que las manos… A veces me acuerdo de la sopita —intentó sonreír.
…
Esa noche, Víctor y Olga cenaban en un bar. Ella parloteaba sobre un vestido que se había probado. Él guardaba silencio.
—¿Otra vez en las nubes? —frunció los labios.
—Perdona. Estoy pensando.
—¿En el postre? ¿Pedimos tiramisú? ¿O peras al vino?
—¿Tú sabes hacer sopa? —la interrumpió de golpe.
—¿Es una invitación? ¿O quieres verme en tu cocina con tu camiseta? ¿Te vale una sopa de ajo?
—Una normal… Cocido, caldo de pollo…
—Pídelo aquí y llévaselo a tu abuela —espetó Olga, molesta—. Para eso están los servicios sociales.
…
Salió del bar confundido. Entró en un supermercado para comprar una bebida y oyó a una chica eligiendo pollo.
—¿Es para sopa? —preguntó.
—Sí. Este es el mejor. Parece de corral.
—¿Qué más lleva el caldo?
Hablando, supo que se llamaba Lucía. Vivía en el edificio de al lado. Cuando le contó lo de la anciana, dijo:
—Vuelve en hora y media. Haré una olla.
…
Se la llevó a la abuela. Después, regresó donde Lucía.
—Se alegró como si no fuera por la sopa, sino por la compañía.
—Porque en realidad era eso —asintió Lucía—. La sopa solo era la excusa.
El móvil de Víctor vibró. Olga. Rechazó la llamada.
—Venga, cómetela. Se va a enfriar.
Víctor sonrió:
—La sopa sí que importa.