**Diario de un padre**
Mi suegra se quejó de que su nieto la ignoraba. Pero, ¿dónde estaba ella cuando él necesitaba una familia?
Juan y Lucía se casaron casi siendo adolescentes —apenas tenían diecinueve años—. Ambos acababan de entrar en la Universidad Complutense de Madrid para estudiar Derecho cuando surgió entre ellos un primer amor, sincero e inocente. Al año siguiente celebraron una boda modesta —Lucía ya esperaba un niño—. Parecía un cuento de hadas: juventud, amor, un hijo… Pero la vida, como descubrirían, no era tan sencilla.
Tras salir del hospital, Lucía dejó de amamantar al pequeño. Primero dijo que estaba agotada, luego habló de depresión. Una semana después, hizo las maletas, dejó una nota en la mesa y se fue. Para siempre.
Juan quedó destrozado. No entendía cómo era posible —en el hospital aún sonreía, prometía ser la mejor madre, y ahora… una cuna vacía, el llanto del niño y una soledad infinita.
Más tarde, a través de rumores y conocidos, supo que se había marchado con su madre, María del Carmen, a Francia. Decían que Lucía necesitaba “reencontrarse”, vivir para sí misma, y que el niño lo criara su padre —total, él “tan contento” con la paternidad.
Resultó que había sido su suegra quien empujó a Lucía: “Eres joven, no arruines tu vida, ¿vas a pasar los mejores años entre pañales? ¡Te marchitarás!” Y ella obedeció. Mientras, Juan se quedó solo con un bebé al que amaba, pero no sabía cómo criar.
Por suerte, vivía cerca Valentina, una vecina de corazón enorme. Se convirtió en su apoyo. Mientras Juan trabajaba de noche en un taller mecánico, ella cuidaba al niño. Fue quien le enseñó a caminar, le cantó nanas, lo llevó a festivales del cole.
Pequeño Alejandro preguntaba a menudo: “Papá, ¿por qué todos tienen mamá y yo no?” Y Juan, con el alma en vilo, no sabía qué responder. Juró no permitir que otra mujer entrara en sus vidas. Solo importaba su hijo. Solo su sonrisa.
Pasaron los años. Alejandro creció, se licenció en Derecho —como soñaron sus padres— y ahora trabajaba junto a su padre en su bufete. Era inteligente, honesto, con metas claras. Entre ellos había complicidad, respeto. Una amistad de hombre a hombre.
Hasta que un día llamaron a la puerta. Una mujer mayor, con abrigo caro y sonrisa condescendiente, sostenía un bolso.
—Hola, Ale. ¿Reconoces a tu abuelita?
El chico la miró en silencio. Rostro desconocido. Nada de cariño, ni recuerdos.
—Disculpe, ¿quién es usted?
—¿Cómo que quién? ¡Soy tu abuela! La madre de tu madre. ¿Nunca te hablaron de mí?
—No. Porque no había nada que contar.
—¿Así se habla a los mayores? ¡Con lo que he sufrido! La pensión no me alcanza, la salud me falla… Y tú, joven, con carrera. Deberías ayudarme. Sangre llama, ¿no?
—¿Dónde estuvo estos veinticinco años?
—La juventud es eso… uno quiere vivir su vida. No era momento. Pensé que más tarde…
—Pues vuelva “más tarde”. Usted no es nada para mí. Lárguese y no vuelva.
La mujer resopló, murmuró algo sobre “desagradecidos” y se marchó. Días después, Juan compartió la historia en redes —sin nombres— pidiendo opiniones. Los comentarios se dividieron.
Unos decían: “¡Solo busca quien le pague la vejez! ¿Dónde estaba cuando el niño necesitaba un abrazo?” Otros, más compasivos: “Quizá se arrepintió…” Pero la mayoría coincidía: el amor no son palabras, sino hechos. Si decides irte, no esperes que te esperen.
Juan solo añadió:
—En esta casa criamos a un hombre. No por sangre, sino por carácter. Y si en su vida no hubo abuela, fue por algo. Quien se va en silencio, que no vuelva con estrépito.