**”Hasta el horizonte juntos”: cómo un valiente chico de pueblo conquistó el corazón de una belleza de ciudad**
Javier regresó a casa, a un pequeño pueblo cerca de Salamanca, después de una larga ausencia por el servicio militar. El cálido atardecer veraniego envolvía los rincones familiares, y cada camino le recordaba la nostalgia de su tierra. Justo en ese momento llegó Lucía, la misma de la que Javier había estado locamente enamorado desde la adolescencia. Ella había venido por el fin de semana a visitar a unos parientes y, sin duda, pasar unos días inolvidables en la tranquilidad de la vida rural.
Se encontraron junto a la vieja verja de madera tallada. Abrazos, miradas largas y confesiones susurradas—todo envolvió sus corazones de repente con un calor inesperado. Entre los vecinos, que llevaban años observando ese romance juvenil, comenzaron los murmullos: “Javier y Lucía, ¡esa sí que es una pareja de verdad!” Porque todos veían cómo Javier, alto y de pelo claro, miraba con el corazón encogido a la hermosa Lucía, estudiante universitaria de ojos negros expresivos y una sonrisa que iluminaba todo.
Pero al anochecer siguiente, cuando Lucía se preparaba para volver a la ciudad, la atmósfera cambió de golpe. Un coche frenó bruscamente frente a la puerta de su casita, con los cláxones sonando a todo volumen. De él salió un joven al que todos llamaban Sergio—sus palabras airadas y sus insistencias pronto se convirtieron en un torrente de emociones.
—Total, ya ibas a volver a la ciudad—intentó calmarla, extendiendo la mano—, así que he venido a llevarte…
Lucía se levantó de un salto, apretando los labios con firmeza, y dijo en voz alta:
—¡Te pedí que no vinieras, Sergio! ¡Yo puedo sola!
Su voz temblaba de frustración, pero Sergio, sin querer ceder, seguía exigiendo su atención. Hasta que ella ya no aguantó más. Todo lo observaban la vecina Lola e incluso Javier, que permanecía apartado, como sumido en sus propios pensamientos inquietos. Se alejó unos minutos para reflexionar, y al poco regresó, subiéndose a su vieja moto, con la pintura desgastada por los años y las carreteras.
Lucía, al verlo volver, no lo dudó: se colgó la mochila al hombro, se puso el casco y se sentó detrás de él. En ese momento, el joven urbanita, venido de Salamanca, golpeó el volante con ironía:
—Ahora entiendo por qué eres tan cabezota…
Javier solo apretó con más fuerza la mano de Lucía y arrancó la moto con determinación en la mirada. Juntos, salieron otra vez por el camino polvoriento del pueblo, bañado por la luz dorada del atardecer. Con el rugido del motor acompañándoles, cada kilómetro se convirtió en un símbolo de superación, de enfrentar la vida juntos.
Pasaron junto a huertos cuidados y casas antiguas, y Javier, con voz soñadora, le confesó:
—Sabes, Lucía, sueño con recorrer este camino contigo hasta el horizonte. Que nunca se acabe… Lo haría entero, siempre que tú estés a mi lado.
Ella sonrió, con los ojos brillantes:
—¿De verdad? ¿Hasta el último rincón?
—Exactamente—respondió él, apretándole suavemente la mano—. Sin ti, no concibo mi futuro, cariño.
Así fue su historia de amor durante años. La vida en el pueblo seguía igual: cada mañana y cada tarde se encontraban, compartiendo sueños, esperanzas y pequeñas alegrías. A veces Lucía iba a la ciudad para seguir sus estudios, y Javier se quedaba, pero la distancia no empañaba lo suyo, porque cada reencuentro estaba lleno de calor y ganas de volver a verse.
Un día, de vuelta de la ciudad tras graduarse, Lucía descubrió que Javier había ganado más seguridad. Su mirada estaba llena de determinación y una leve melancolía. Juntos, se sentaron de nuevo en el banco de madera frente a su casa, donde pasaban largas tardes hablando de la vida, planes y sueños. Esos diálogos estaban llenos de ternura y promesas dulces.
Los vecinos ya los veían como algo natural. Hasta la vecina Lola, siempre sabia y cariñosa, decía que su amor era un ejemplo de cómo, incluso en la vida rural, podía florecer un sentimiento capaz de iluminar hasta la oscuridad más solitaria.
La noche cayó sobre el pueblo, y las estrellas parecieron ser testigos de sus sueños. En ese momento, Javier le dijo bajito:
—Lucía, quiero que estemos juntos siempre. Que mi alma sea tuya hasta el final, y sueño con el día en que nuestra casa sea un lugar donde solo haya amor.
Ella se rió con dulzura, mirándole a los ojos:
—Pues soñemos juntos, entonces. Hasta el horizonte. Creo que nuestro amor puede con todo.
Así, bajo las estrellas, se fundieron en uno, dejando atrás el polvo de las dudas y abrazando un nuevo amanecer cargado de promesas. Su vida siguió, llena de alegrías sencillas, de instantes en los que hasta el camino más largo parecía corto si lo recorrían juntos.