Sombras en el hogar junto al mar

**Sombras en la casa junto al mar**

En un pueblo costero donde el viento salado recorría las calles estrechas, Carmen pasaba la tarde en casa de su suegra. Fuera, las olas rompían con fuerza, mientras dentro olía a cocido recién hecho. En plena madrugada, el silencio se rompió con el timbre del teléfono. Carmen miró la pantalla: era su vecina, Luisa.

—¡Carmen, ven rápido! —la voz de Luisa temblaba—. ¡Alguien acaba de llegar a tu casa! Metieron un coche en el patio y entraron.
—¿Cómo? —el corazón de Carmen latió con fuerza—. ¿Qué coche?
—¡Un todoterreno negro enorme! Eran dos, un hombre y una mujer. Ella rubia y él con bigote —soltó Luisa.

Sin perder tiempo, Carmen llamó un taxi. Una hora después, introducía la llave en la cerradura de su casa con el pecho apretado. Al abrir la puerta con cuidado, se quedó paralizada, incrédula.

—Javier —llamó a su hijo con voz temblorosa de rabia—, ¿estás pasando el rato en mi casa a mis espaldas? ¿Qué quieres decir con que no? ¡Entonces quién anda aquí cuando no estoy! ¡Tú tienes llaves!
—Mamá, ¿de qué hablas? —Javier se sorprendió—. Llevo siglos sin ir, estoy trabajando sin descanso. ¿Qué pasa?

Carmen le contó las rarezas: cosas fuera de sitio, comida desaparecida de la nevera…
—¡Sé dónde está todo! —protestó—. Vuelvo de casa de la abuela y todo está revuelto.

Carmen Martínez llevaba tres años viviendo sola. Su marido, Enrique, pasaba la mayor parte del año trabajando fuera, ahorrando para una vejez tranquila. Ella no se quejaba: habían dejado el huerto y no tenían animales, planeando retomarlo al jubilarse.

Últimamente dividía su tiempo entre su casa y el pueblo donde vivía su suegra, Isabel. Con ochenta y siete años, Isabel enfermaba a menudo, y Carmen pasaba con ella la mitad del mes, ayudando en las tareas.

Las rarezas empezaron hace poco. Una vuelta de casa de su suegra, Carmen vio toallas ajenas en el baño: en lugar de las suyas, azules y bien dobladas, había otras verdes. En la nevera faltaban latas de fabada, aunque estaba segura de no haberlas tocado. La colcha de la cama estaba arrugada, como si alguien hubiera dormido allí.

Al principio pensó que era imaginación suya. ¿Tal vez las latas nunca estuvieron? ¿O colgó ella misma esas toallas? Pero los indicios eran demasiado claros. Nada había desaparecido: ni dinero, ni joyas, ni electrodomésticos. Las cerraduras estaban intactas, las ventanas también.

Lo atribuyó al cansancio, pero pronto volvió a pasar. Las toallas cambiaron de nuevo, desaparecieron más conservas. Carmen decidió dejar de adivinar y, antes de irse, hizo fotos con el móvil. Al regresar una semana después, comparó las imágenes con la realidad: no había duda. Alguien vivía en su casa.

Fue corriendo a casa de Luisa, su vecina. Esta, al escucharla, se sorprendió:
—No he visto a nadie, Carmen. Con esa valla tan alta, no se ve nada. ¿Qué ha pasado?
—¡Las cosas no están donde las dejé! —explicó Carmen—. Toallas que cambian, comida que desaparece… ¡Ya no sé qué pensar!
—Oye, ¿y si es Javier? Él tiene llaves. ¿Quizá va con alguien? —sugirió Luisa.

Carmen lo pensó. Su hijo y su nuera, Laura, vivían en paz, pero ¿y si él llevaba a alguien? Por si acaso, llamó a Javier.
—¿En serio, mamá? —se enfadó él—. ¿Qué amante ni qué niño muerto? Estoy hasta arriba de trabajo, pregúntale a Laura. Si no me crees, pongamos una alarma: si abres la puerta sin el código, vendrá la policía.
—¿Una alarma? —Carmen hizo un gesto de desprecio—. ¡Esto no es un banco! Solo faltan un par de latas. Bueno, hijo, lo pensaré. Perdona las dudas.

Tras hablar con su hijo, llamó a Enrique. Él, al escucharla, se rio:
—Carmen, ¡siempre confundes todo! ¿Recuerdas cuando llegaste tarde a la boda por equivocarte de hora? Pues ahora igual, seguro que olvidaste dónde dejaste las cosas.

Carmen se calmó un poco. Cierto, casi arruina la boda por confundir la hora. ¿Pero y las fotos? ¡Esas no mienten!

Antes de irse de nuevo con su suegra, Laura, su nuera, la llamó:
—Carmen, ¿qué tal?
—Organizando la comida —contestó—. Mañana voy a casa de mi suegra, tengo que pasar por la farmacia y hacer la maleta. ¡Un sinvivir!
—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —preguntó Laura.
—Como siempre, un par de semanas. ¿Y vosotros qué hacéis?
—Nada especial, dar de comer a los niños, ahora a planchar. Avísame antes de volver, ¿vale? Quiero llevar a los nietos un día, no vaya a ser que nos cruzCarmen asintió, pero esa noche, al revisar su armario, encontró el vestido de Laura colgado entre sus prendas, y supo entonces que la confianza, una vez rota, nunca vuelve a ser la misma.

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