Se puso una cruz sobre sí misma. Y entonces el destino le regaló una vida nueva…
Sergio entró en el piso tarde por la noche. El cansancio marcaba su rostro, y en sus ojos se libraba una batalla interna. Sin decir palabra, se quitó los zapatos, pasó a la cocina y se sentó a la mesa.
—Sergito, ¿vas a cenar? —revoloteaba a su alrededor Marina—. He preparado pato al horno, como te gusta. Mira, con manzanas… ¿Por qué estás tan serio?
Él la miró directamente, sin su sonrisa habitual:
—Marina, tenemos que hablar en serio. No puedo seguir viviendo en dos casas. ¿Cuándo estaremos juntos de verdad? Tengo un piso.
Marina se ensombreció de repente. Todo lo que había evitado tanto tiempo la alcanzaba al fin.
—Vale —dijo en voz baja—. Pero primero tienes que conocer a mis hijos.
Quedaron en una cafetería. Ignacio y Esteban se sentaron a un lado de la mesa, mientras Tatiana se acomodó junto a Marina. Cuando Sergio apareció, los hijos se quedaron helados. La sorpresa les dejó boquiabiertos. Marina no entendió al principio. Pero cuando los chicos intercambiaron miradas furiosas, todo quedó claro…
—¿Estás de broma, mamá? —saltó primero Ignacio—. ¿A tu edad buscando romance? ¡Qué vergüenza!
—Mamá, pensábamos que tenías juicio… —añadió Esteban—. A tu edad las mujeres son abuelas, no traen hombres a casa.
—Solo tengo cuarenta y cuatro —replicó Marina en un susurro.
—Pues vive tranquila, sola. Ignacio y yo nos alquilaremos un piso. No queremos estar bajo el mismo techo que tú y tu novio.
Tatiana ni siquiera la miró. Pasó un mes entero sin dirigirle la palabra.
Marina no lloró. Se quedaba sentada en silencio por la noche, recordando su vida. Cómo empezó todo.
…Antes era una alumna ejemplar. Una chica tranquila y sensata, con una buena familia, unos padres que la adoraban y soñaban con que entrara en una universidad prestigiosa. Pero a los diecisiete años se enamoró. De Marcos.
Él tenía veinticuatro. Alto, con voz ronca, manos fuertes y mirada orgullosa. A sus padres no les cayó bien. Su padre lo echó de casa cuando fue a pedir su mano. Pero Marina no escuchó a nadie, y unos meses después se fue con él a otra ciudad.
Al principio fue un cuento de hadas. Nació su primer hijo, Ignacio. Sus padres les ayudaron, les compraron un piso. Luego llegó Esteban, y por esa alegría les dieron un ático. Pero entonces el cuento se convirtió en pesadilla.
La familia de Marcos resultó ser de juerguistas. El hermano, un vago; los padres, fiesteros. Marcos empezó a pasar más tiempo con ellos, desapareciendo semanas enteras. ¿Trabajo? Ja. ¿Quién contrataría a alguien que se emborrachaba sin control?
Marina lo llevó todo sola. Trabajaba en dos empleos, estudiaba a distancia. Por las noches, limpiaba. Le daba vergüenza pedir ayuda a sus padres. Mientras, su marido se tumbaba en el sofá pidiendo “cerveza fría”.
El día que volvió de la consulta —embarazada del tercero— y oyó: “¿No hay nata? Pues ve a comprarla”, no pudo más. Presentó el divorcio. Le pagó el taxi para que se fuera. Él se rió, incrédulo. Error.
No volvió. Cambió las cerraduras. La vecina vigilaba para que no armara escándalos. El divorcio fue rápido. Él nunca supo que tuvo una hija.
Tres meses después, Marcos murió. Un incendio por una cocina olvidada en la casa rural. Sus padres estaban en el huerto, su hermano sobrevivió, él no. Marina se sintió culpable… pero sabía que no era su obligación ser su niñera eterna.
Nació Tatiana. Tres hijos. Trabajo. Hogar. Dormir tres horas.
Olvidó qué era sentirse femenina. Olvidó ser deseada. Sacó adelante a sus hijos. Las pensiones por viudedad las guardó para ellos.
Su vida amorosa la borró. Pensó que no tenía derecho.
Hasta aquella tarde de lluvia. Cumpleaños de una compañera, parada tarde, aguacero. El autobús no llegaba. De repente, un coche se detuvo.
—¿Te llevo?
Un hombre normal. Mirada cálida. Amable. Se llamaba Sergio. Resultó que vivían cerca. Luego la esperaba cada mañana, la llevaba al trabajo, la recogía. Le hacía café en el coche. Le decía que era hermosa.
Marina se había olvidado de los piropos. Pero con él era fácil. Él se divorció —sorprendió a su mujer con un amante—. No tenía hijos.
Y de pronto, le propuso vivir juntos. Y ella… no supo qué hacer.
Sus hijos la rechazaron. La llamaron frívola. Dijeron que se buscara su vida, que ellos alquilarían.
Marina sufría. Pero algo hizo clic dentro de ella.
—Pues bien —les dijo—, dividiremos el piso en tres estudios. Yo pondré la diferencia. Sois adultos. Y yo… no tengo por qué estar sola solo porque os convenga.
Se mudó con Sergio.
Entonces ocurrió el milagro: Marina volvió a ser madre. Su embarazo fue difícil. Los médicos le aconsejaron no seguir. Pero decidió dar a luz.
Sergio no se alejó de ella. La llevó a hospitales, veló por ella noches enteras. Fue padre desde el primer latido.
Sus hijos… desaparecieron. No llamaron, no escribieron.
Pero el día del alta, los tres aparecieron. Con flores. Con globos. Con disculpas.
Ahora el piso vuelve a resonar con risas infantiles. La pequeña Darinka corre por la casa, y los hermanos mayores están de vuelta. Tatiana viene a ayudar. Ignacio trae a su esposa de visita. Esteban organizó una cena familiar.
Marina mira a Sergio… y el corazón le da un vuelco.
Pudo decir que no. Pudo quedarse sola. Pero eligió vivir.
Ahora lo sabe: nunca es tarde para ser feliz. Si junto a ti está quien te ama de verdad.