En la cocina olía a croquetas recién hechas. Lucía las daba vueltas con destreza en la sartén, buscando ese dorado perfecto y crujiente. El pequeño Javier dormitaba plácidamente en su cuna en la habitación de al lado. El día había sido agotador —noches sin dormir, coladas, limpieza, comida y otra vez pañales—. Y todo, sola.
De repente, un llanto. Ese grito que hiela el corazón de cualquier madre.
—¡Juan, ve a por Javier! —gritó Lucía, sin girarse, esperando una reacción de su marido.
Silencio.
Dejó la espumadera, apartó la sartén del fuego y corrió a la habitación. Cogió al niño en brazos, lo acunó, lo calmó. Al volver, notó el olor a quemado. Las croquetas se habían pasado.
—Bueno, a la basura. Gracias, Juan —dijo con amargura.
El niño volvió a gemir. ¿Y Juan? Seguido clavado en el sofá, viendo su partido de fútbol favorito.
—¡Juan! ¡No puedo con todo! ¡Hazte cargo del niño! —levantó la voz Lucía. En ese momento, un grito efusivo salió del salón:
—¡GOOOOOOL!
El pequeño Javier, asustado, rompió a llorar aún más fuerte.
Lucía volvió a correr hacia él, apretándolo contra su pecho. Ya no sentía cansancio; solo rabia. Regresó a la cocina, se sentó en la mesa y cerró los ojos un momento. Después, se acercó a su marido.
—Juan, por favor. Sal a pasear con Javier. Necesito terminar en la cocina y tomarme un respiro…
—¿No ves que estoy ocupado? —espetó él, sin apartar los ojos de la pantalla.
—Basta. Estoy harta —dijo Lucía con frialdad—. Disfruta de tu libertad, Juanito. Me voy. A casa de mi madre.
Hizo las maletas, preparó al niño. Un vecino, que salía del portal, la ayudó con el carrito. Una hora después, Lucía estaba en la puerta de su casa.
—Mamá, Javier y yo nos quedaremos aquí un tiempo. —Su voz temblaba, pero su mirada era firme.
—Quedaos el tiempo que necesitéis —contestó su madre—. ¿Os habéis peleado?
—No. Es que estoy agotada. Tú estás de vacaciones… ¿me ayudas un poco?
Por la noche, sonó el teléfono. En la pantalla: «Juan».
—Lucía, ¿dónde te has metido? —preguntó él, confundido.
—Te lo dije al irme. ¿O el fútbol era más importante?
—No escuché nada… —murmuró.
—Ahí está tu problema. No escuchas. Ni a mí. Ni a tu hijo. Solo a ti y al balón.
—Otra vez con lo mismo —refunfuñó, colgando.
Una hora después, otra llamada:
—¿Y la cena? ¿Por qué no hay nada hecho?
—¿Y tú por qué no me ayudaste? No llegué. ¿Sabes por qué? Porque todo recae sobre mí.
—¿Y cuándo vas a volver?
—No lo sé. Quizá en un mes. O en dos.
—Entonces, ¿para qué te casaste si no puedes separarte de tu madre?
—¿Para qué? —su voz se elevó—. ¿Para cocinarte, limpiar tus cosas, lavar tu ropa y aguantar el fútbol? ¡Qué sueño tan bonito!
—¿Quieres que haga «cosas de mujeres»? ¡Ni lo sueñes! ¡Antes me divorcio!
—Pues adelante. Divorciémonos. —Colgó.
Su madre, desde el comedor, se acercó:
—Así que sí os habéis peleado…
—Mamá… no soy su asistenta. Tengo noches sin dormir. No pido mucho, solo un poco de ayuda. Y él grita: «¡Me divorcio!» Pues que se vaya.
—Lucía, no actúes así. Sí, él está mal. Pero Javier necesita a su padre. Quizá haya solución.
Pasó una semana. Sonó el teléfono.
—Lucía, te echo de menos… Vuelve —su voz sonaba quejumbrosa.
—Por fin empiezo a recuperarme. Gracias a mamá.
—¿Así que no vuelves? —su tono cambió de repente.
—Vuelvo. Si me ayudas. No te pido que te levantes por las noches. Pero los fines de semana, por favor. Eres su padre.
—¡Ni lo sueñes! ¡Yo soy un hombre, no una mujer! ¡Que ellas hagan su trabajo!
Pasó un mes. Javier ya dormía toda la noche. Lucía, por fin, respiró tranquila. Un sábado, le dijo a su madre:
—Mamá, voy a ver a Juan. Intentaré arreglarlo. Luego volvemos a por Javier.
—Era hora, hija. Inténtalo.
Lucía llegó a casa. La llave seguía en su bolso. Abrió la puerta. Se quitó los zapatos. Y entonces, vio unos tacones en el recibidor.
El corazón se le heló.
Entró en el dormitorio. Allí estaba él. Y no solo.
Se dio la vuelta, pálida.
—¡Lucía! ¡Espera! ¡No es lo que piensas! ¡Solo te quiero a ti! —Juan corrió tras ella, desesperado.
Ni siquiera miró atrás. Esas palabras ya no significaban nada.
Podría haber perdonado muchas cosas —la indiferencia, la pereza, incluso su obsesión con el fútbol—. Pero no una infidelidad. No con su hijo vivo. No en la casa a la que volvía con esperanza.
A veces, lo único que necesita una mujer es ser escuchada. No por los gritos, sino por el silencio en el que un niño duerme tranquilo. Por un hogar donde no cargue con todo sola. Por un hombre que no tema sostener tanto a su hijo como a su mujer.
Pero si un hombre prefiere el mando a la responsabilidad, que no se queje si un día ella se va. Y no vuelve.
Aunque las croquetas ya no se quemen.